lunes, 15 de julio de 2013

Las heroínas


En memoria a Publio Ovidio Nasón, 
quien volvería a morir gustoso, 
si leyese esta profanación.


Conversaban dos vecinas verborrágicamente en el barrio de San Cristóbal. El duelo de escobas, adormecido por quejas más prioritarias, se dejaba ver paralizado como en una fotografía. Era una imagen única, todo una celebración de redondeces. Caderas amplias, bustos generosos, lunares coloridos, rulos agitados. La exuberancia del cuadro parecía concentrarse toda en aquel rincón de la vereda, como si una fuerza centrípeta y agobiante invitara a esos dos cuerpos femeninos con sus barrocas curvas a unirse en un solo punto.
Deyanira la llamaban sus amigas cuando en las reuniones de cosméticos solicitaban su atención. Mujer particular, no gustaba de los labiales perlados porque era hembra decidida. Prefería contundentes rojos, carmines fragantes, bermellones latentes. Tampoco le gustaban las medibachas. Mucho menos en verano. Sentenciaba píticamente que había que ventilar las rosadas carnes de las que afortunadamente Dios la había dotado.
            Con el mentón apoyado sobre sus mullidas manos, aferradas sus palmas afanosamente a las extremidades del palo de su escoba, altanera, se la escuchaba gemir:
-Mi marido de mí siempre está ausente, más conocido me es un peregrino que él, por andar vagando eternamente...
            La mirada perdida, las caderas ladeadas, sufría Deyanira el abandono y lo lloraba. Compadecida, su vecina Ero la escuchaba.
            -Mil redes echo, muéstrome inquieta, buscando nuevas de su incierta fama; que quien bien ama, a todo se sujeta...
            Notable se hacía la congoja de esa mujer enfundada en azules lunares. Sus dedos entrelazados sobre la madera giraban insistentemente como las angustiadas órbitas de sus ojos. Su marido hacía días había anunciado irse de copas al bar de Benito y no había vuelto desde entonces. Ni siquiera doña Busiris tenía noticia alguna del paradero de su hijo. La vergüenza estaba instalada en su familia. Las borracheras del hombre eran de público conocimiento barrial, como sus hazañas, como sus conquistas.

            -Y lo que más me aflige es, deshonesto, que cualquier mujer puede ser madre de él, que a todas se sujeta presto...
            Pero no llegaban sólo hasta allí los rumores, que mucho más grave era el asunto en esta circunstancia. Luego de días de inconsciencia y ginebra, se rumoreaba por ahí que habían visto a su marido en una farra notable envuelto en carcajadas, mujeres, alcohol y algunas otras cosas bastante llamativas. Declamaba dramáticamente Deyanira los dolores asfixiados bajo los encajes de su monumental corpiño, mientras Ero la miraba horrorizada...
            -¿Tuvo atrevimiento de ponerse diademas en sus cabellos erizados, copete, cofia, o cosas de esa suerte?... Si Busiris lo viera así desnudo de su piel, y con saya afeminado ese cuerpo, más torpe que membrudo, con gran razón mostrárase afrentado de ver que era despojos y trofeo de un hombre en hembra humilde disfrazado...
            Aún así, borracho, vagabundo, travestido, Deyanira amaba a su marido. En épocas de juventud solía vérselos radiantes en los bailes de los clubes, románticas noches en que el salto del tigre era el momento de la coronación para tanto amor construido laboriosamente de carne y pasión. En el fondo, su marido era un buen hombre. A pesar de sus deslices, nunca le hizo faltar ni una bombacha, y esto lo pagaba ella con una incondicionalidad casi maternal. Su misma vecina podía contar las innumerables veces que Deyanira lo había perdonado, levantándolo de la vereda, bañándolo para quitarle la mugre y arropándolo en la cama para que durmiera los últimos vestigios de la curda que tan bien había sabido cultivar. Orgullosa de su entereza, Deyanira agitaba su brushinado airada, culminando con voz estentórea su relato:
            -A mí, como otras muchas, ha amado,  pero mi amor una excelencia encierra: que fue amor santo y limpio de pecado.
            Ero la hubiese abrazado fraternalmente con los ojos empapados en lágrimas si no fuera porque el bocinazo de un camión le apretujó –no sin dificultad- la amplia boca de su estómago. Leandro, el recolector de residuos, le escupía un galante beso desde su carroza, mientras sus colegas espantaban los gatos que tironeaban gustosamente de las bolsas de basura.
            Temblándole el escote, porque sus piernas eran demasiado cortas para albergar tal efecto, los ojos encendidos y el sudor chasqueando en todos los pliegues de su cuerpo, le confesó a Deyanira:
            -La lengua dice lo que está en la mente, y así repite, porque más me cuadre, el nombre de Leandro solamente... Unas veces me pongo a la ventana por ver si viene, y otras veces pido que el cielo le dé esfuerzo y la mar llana. De cuando en cuando, con atento oído, escucho si oigo voz, y se me antoja que es su perfecta voz cualquier ruido. Y así, después que en esta mi congoja la mayor parte de la noche vuela, me rinde el sueño y mi vigor afloja.
            Susurraba Ero con vehemencia las cosas que su enorme pecho le insuflaba, y continuaba su relato íntimo, vigilada por los ojos de Leandro desde el espejo retrovisor, con los labios apretados y turbada:
            -Alguna vez, estando así dormida, me ha parecido verle estar nadando cerca de la ribera conocida. Y que al salir, sus brazos alargando, aunque húmedos, con ellos me ceñía, con arcos su venida celebrando... Sintió regalo el uno y otro pecho en sentirse tocar; más esto basta, que en fin es sueño y no me da provecho...
Sorprendida Deyanira la escuchaba, intentando capturar la imagen del adonis. El cuello estirado, los ojos salientes, recorría milimétricamente el torso de Leandro evitando imaginar por falso pudor lo que escondía maliciosamente el límite de la ventanilla. Ero, obnubilada, ladeaba con suavidad la cabeza mientras agitaba su falda en busca de un aire fresco que viniese a rescatarla de las llamas de ese amor tan abrasador.
-Yo desfalleceré si no viniere, y si su ausencia fuere alargando, abreviará mi vida y mis placeres... A veces platico con el alma, que tengo por custodia en mi aposento, de este amoroso incendio que me inflama...
 Recogidas ya las bolsas, la voz de Leandro anunciaba la retirada. Y al tiempo que un “vaaaamooo!!!” hendía el aire viciado del verano, Ero acariciaba con las bullentes palmas de sus manos sus contornos más agraciados, con ojos suplicantes y labios oceánicamente húmedos pronunciando:
-¿Por qué ha de estar en la desierta cama viuda tantas noches, sola y fría, la que es tu amante, niña, bella y dama?
Conmovida Deyanira por el sentimiento de su vecina, dejó por un instante el palo de su escoba para frotar con dulzura, esta vez, el hombro de su amiga. Un último bocinazo se oyó y el camión comenzó a alejarse lentamente de los ojos amorosos de Ero que ya empezaba a mirar con recelo el gesto acalorado de su vecina. Confundida, la enamorada le anunció a Deyanira:
-Dentro en mi pecho tienen competencia dos contrarios que luchan de contino, calor y yelo, amor y reverencia. No sé cuál senda elija, o qué camino: si pierdo la vergüenza es caso feo, y si dejo el amor, es desatino.
Y dejando caer la desgreñada escoba al suelo, se largó a correr desesperadamente agitando sus cortos brazos regordetes y tropezando con sus propias chancletas detrás del camión de la basura, en un conmovedor cuadro rojiverde salpicado de lunares en poderosos movimientos circulares. Dicen en el barrio que Deyanira contó una vez en una reunión mensual de cosméticos, que esa tarde vio subir rebosante a La Ero al vehículo, festejada por los fornidos jóvenes que tironeaban con dificultad de sus ropas y de algunas partes de su cuerpo; que lo último que recordaba era la amplia sonrisa de Ero abrazada triunfante a los muchachos; y que, lógicamente, al igual que de su propio marido, nunca más había sabido nada de ella.

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