Deyanira la llamaban
sus amigas cuando en las reuniones de cosméticos solicitaban su atención. Mujer
particular, no gustaba de los labiales perlados porque era hembra decidida.
Prefería contundentes rojos, carmines fragantes, bermellones latentes. Tampoco
le gustaban las medibachas. Mucho menos en verano. Sentenciaba píticamente que
había que ventilar las rosadas carnes de las que afortunadamente Dios la había
dotado.
Con
el mentón apoyado sobre sus mullidas manos, aferradas sus palmas afanosamente a
las extremidades del palo de su escoba, altanera, se la escuchaba gemir:
-Mi marido de mí
siempre está ausente, más conocido me es un peregrino que él, por andar vagando
eternamente...
La
mirada perdida, las caderas ladeadas, sufría Deyanira el abandono y lo lloraba.
Compadecida, su vecina Ero la escuchaba.
-Mil
redes echo, muéstrome inquieta, buscando nuevas de su incierta fama; que quien
bien ama, a todo se sujeta...
Notable
se hacía la congoja de esa mujer enfundada en azules lunares. Sus dedos
entrelazados sobre la madera giraban insistentemente como las angustiadas
órbitas de sus ojos. Su marido hacía días había anunciado irse de copas al bar
de Benito y no había vuelto desde entonces. Ni siquiera doña Busiris tenía
noticia alguna del paradero de su hijo. La vergüenza estaba instalada en su
familia. Las borracheras del hombre eran de público conocimiento barrial, como
sus hazañas, como sus conquistas.
-Y
lo que más me aflige es, deshonesto, que cualquier mujer puede ser madre de él,
que a todas se sujeta presto...
Pero
no llegaban sólo hasta allí los rumores, que mucho más grave era el asunto en
esta circunstancia. Luego de días de inconsciencia y ginebra, se rumoreaba por
ahí que habían visto a su marido en una farra notable envuelto en carcajadas,
mujeres, alcohol y algunas otras cosas bastante llamativas. Declamaba
dramáticamente Deyanira los dolores asfixiados bajo los encajes de su
monumental corpiño, mientras Ero la miraba horrorizada...
-¿Tuvo
atrevimiento de ponerse diademas en sus cabellos erizados, copete, cofia, o
cosas de esa suerte?... Si Busiris lo viera así desnudo de su piel, y con saya
afeminado ese cuerpo, más torpe que membrudo, con gran razón mostrárase
afrentado de ver que era despojos y trofeo de un hombre en hembra humilde
disfrazado...
Aún
así, borracho, vagabundo, travestido, Deyanira amaba a su marido. En épocas de
juventud solía vérselos radiantes en los bailes de los clubes, románticas
noches en que el salto del tigre era el momento de la coronación para tanto
amor construido laboriosamente de carne y pasión. En el fondo, su marido era un
buen hombre. A pesar de sus deslices, nunca le hizo faltar ni una bombacha, y
esto lo pagaba ella con una incondicionalidad casi maternal. Su misma vecina
podía contar las innumerables veces que Deyanira lo había perdonado,
levantándolo de la vereda, bañándolo para quitarle la mugre y arropándolo en la
cama para que durmiera los últimos vestigios de la curda que tan bien había
sabido cultivar. Orgullosa de su entereza, Deyanira agitaba su brushinado
airada, culminando con voz estentórea su relato:
-A
mí, como otras muchas, ha amado, pero mi
amor una excelencia encierra: que fue amor santo y limpio de pecado.
Ero
la hubiese abrazado fraternalmente con los ojos empapados en lágrimas si no
fuera porque el bocinazo de un camión le apretujó –no sin dificultad- la amplia
boca de su estómago. Leandro, el recolector de residuos, le escupía un galante
beso desde su carroza, mientras sus colegas espantaban los gatos que tironeaban
gustosamente de las bolsas de basura.
Temblándole
el escote, porque sus piernas eran demasiado cortas para albergar tal efecto,
los ojos encendidos y el sudor chasqueando en todos los pliegues de su cuerpo,
le confesó a Deyanira:
-La
lengua dice lo que está en la mente, y así repite, porque más me cuadre, el
nombre de Leandro solamente... Unas veces me pongo a la ventana por ver si
viene, y otras veces pido que el cielo le dé esfuerzo y la mar llana. De cuando
en cuando, con atento oído, escucho si oigo voz, y se me antoja que es su
perfecta voz cualquier ruido. Y así, después que en esta mi congoja la mayor
parte de la noche vuela, me rinde el sueño y mi vigor afloja.
Susurraba
Ero con vehemencia las cosas que su enorme pecho le insuflaba, y continuaba su relato
íntimo, vigilada por los ojos de Leandro desde el espejo retrovisor, con los
labios apretados y turbada:
-Alguna
vez, estando así dormida, me ha parecido verle estar nadando cerca de la ribera
conocida. Y que al salir, sus brazos alargando, aunque húmedos, con ellos me
ceñía, con arcos su venida celebrando... Sintió regalo el uno y otro pecho en
sentirse tocar; más esto basta, que en fin es sueño y no me da provecho...
Sorprendida Deyanira
la escuchaba, intentando capturar la imagen del adonis. El cuello estirado, los
ojos salientes, recorría milimétricamente el torso de Leandro evitando imaginar
por falso pudor lo que escondía maliciosamente el límite de la ventanilla. Ero,
obnubilada, ladeaba con suavidad la cabeza mientras agitaba su falda en busca
de un aire fresco que viniese a rescatarla de las llamas de ese amor tan
abrasador.
-Yo desfalleceré si
no viniere, y si su ausencia fuere alargando, abreviará mi vida y mis
placeres... A veces platico con el alma, que tengo por custodia en mi aposento,
de este amoroso incendio que me inflama...
Recogidas ya las bolsas, la voz de Leandro
anunciaba la retirada. Y al tiempo que un “vaaaamooo!!!” hendía el aire viciado
del verano, Ero acariciaba con las bullentes palmas de sus manos sus contornos
más agraciados, con ojos suplicantes y labios oceánicamente húmedos
pronunciando:
-¿Por qué ha de
estar en la desierta cama viuda tantas noches, sola y fría, la que es tu
amante, niña, bella y dama?
Conmovida Deyanira
por el sentimiento de su vecina, dejó por un instante el palo de su escoba para
frotar con dulzura, esta vez, el hombro de su amiga. Un último bocinazo se oyó
y el camión comenzó a alejarse lentamente de los ojos amorosos de Ero que ya
empezaba a mirar con recelo el gesto acalorado de su vecina. Confundida, la
enamorada le anunció a Deyanira:
-Dentro en mi pecho
tienen competencia dos contrarios que luchan de contino, calor y yelo, amor y
reverencia. No sé cuál senda elija, o qué camino: si pierdo la vergüenza es
caso feo, y si dejo el amor, es desatino.
Y
dejando caer la desgreñada escoba al suelo, se largó a correr desesperadamente
agitando sus cortos brazos regordetes y tropezando con sus propias chancletas
detrás del camión de la basura, en un conmovedor cuadro rojiverde salpicado de
lunares en poderosos movimientos circulares. Dicen en el barrio que Deyanira
contó una vez en una reunión mensual de cosméticos, que esa tarde vio subir
rebosante a La Ero al vehículo, festejada por los fornidos jóvenes que
tironeaban con dificultad de sus ropas y de algunas partes de su cuerpo; que lo
último que recordaba era la amplia sonrisa de Ero abrazada triunfante a los
muchachos; y que, lógicamente, al igual que de su propio marido, nunca más
había sabido nada de ella.
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