La señora Partridge sobrellevaba como podía una existencia más bien triste signada por el rechazo. Este problema parecía radicar no en el pájaro con el que había nacido anidado a su cadera, sino más bien en el temple melancólico de su espíritu, con el que se le hacía imposible convivir.
Alejada de las más amenas reuniones sociales, apartada de los menesteres cotidianos de su seno familiar, e incluso rechazada por las miradas masculinas que frecuentemente se resistían a explorar sus particulares formas femeninas debajo de los senos, esta dama se convencía de que la tristeza que irradiaba la estaba aislando de todos los seres agraciados por la norma que la rodeaban.
Inútiles esfuerzos por sonreír y bailar conga alegremente cerraban ya un círculo fracasado de intentos por mejorar su imagen y ganar una modesta aprobación. Nada podía consolarla, su tristeza era cada día más honda, más tremenda. Una tarde creyó hallar el cenit del rechazo cuando una aparente amiga huyó raudamente ofuscada al oírla pronunciar “sólo deseo morir”, mientras rascaba con vehemencia las recónditas partes traseras de su pájaro. ¿Acaso sus modales no eran los correctos?, ¿su rostro refinado?, ¿sus abundantes caderas plumíferas exóticas? ¿Por qué la gente osaría rechazarla si no fuera más que por su aspecto melancólico que opacaba todo momento festivo?
Así fue que Pietra, apodada “Pipí” por el círculo más íntimo -y dudosamente afectuoso-, llegó al taller de Leonora, extrayéndose delicadamente el piojillo de sus muslos, para pedirle que la inmortalizara en un retrato que mostrara sus partes más amables en vez de su congoja; cualidades que solo un artista sensible plasmaría con sutileza y efectividad. La pintora, en apariencia conmovida, aunque más bien desconcertada, o quizás horrorizada por la figura de la Sra. Partridge, accedió a su pedido, alegando que sería un gran desafío. Y no se equivocaba.
Pipí, conocida entre los niños como “la vieja del pajarraco”, llegaba puntualmente al taller los domingos, con su rostro lánguido y su pájaro regordete en las caderas, y depositaba toda su melancolía frente al atril, en una pequeña habitación atestada de numerosos bastidores, inquietantes espejos, inútiles maquillajes y una enorme palangana con alpiste, cosas indispensables para llevar a cabo la labor.
El tiempo que duró el trabajo fue un período arduo para ambas. A la Sra. Partridge le resultaba insoportable esbozar una modestísima sonrisa que ocultara momentáneamente su tristeza; a Leonora se le tornaba imposible mantener quieto a aquel pájaro que picoteaba insistentemente todo lo que estaba a su alrededor, amparado en la total displicencia del resto del cuerpo sin plumas de la señora. Así, las dos mujeres trataron de sobrevivir a tamaña aventura plástica, y al cabo de dos meses y sesenta y ocho kilos de alpiste para entretener al pajarito, el retrato estuvo listo.
Se cuenta que la señora Partridge, conmovida por el ajustado trabajo de la artista, sollozó largamente (cosa que pareció no costarle demasiado) y le agradeció con un extraño y sonoro canto emitido por alguna parte de sus caderas que Leonora no llegó a identificar y que prefirió sabiamente no disponerse a indagar.
Como es lógico conjeturar, el retrato de la dama en nada cambió su sino. Siguió siendo rechazada por todos, aun habiendo contemplado la tenue sonrisita que asomaba del rostro pintado, unos treinta centímetros arriba del azulino y estrambótico pájaro de pequeño pico y ojos siniestros. Naturalmente, Pietra murió en la más extrema soledad y fue olvidada rápidamente por sus coetáneos, tal como se olvidan esos hechos monstruosos que nadie prefiere recordar. Toda prueba física de su paso por este mundo, sin más, fue borrada, desde los nidos en que se sentaba a tejer, hasta la obra que la inmortalizaba.
Siglos después, por extraños sucesos del azar, el retrato reapareció en un antiguo edificio y fue admirado por jóvenes pintores que creyeron ver en él un típico exponente del surrealismo, en vez de un trágico retrato rigurosamente realista. Es así como el rostro y, sobre todo, las caderas de Pipí capturadas en la pintura, hoy se exhiben anacrónicamente catalogadas, mientras los restos de la tardíamente reconocida señora Partridge descansan anidando los sueños del más allá, quién sabe dónde.
Hermoso profe! Como todo lo que escribe... Imposible no dejar fluir la imaginación leyendo algo escrito por vos (:
ResponderEliminar¡Muchas gracias, Mica! Ojalá la imaginación nos acompañe siempre, es una linda forma de pintarle la cara al mundo real ;) ¡Un beso grande!
ResponderEliminarMari, que lindo!!! me encantó...no me había dado cuenta de que publicabas!!! besos
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