Un día atravesé una puerta y una pregunta se clavó en el
centro de mi existencia: ¿Cuál es el sentido de la vida? El responsable era un
estudiante de unos 16 años. En ese momento respondí improvisadamente: “el que
cada uno le quiera dar”, le dije.
No sé él, pero yo no me quedé conforme con la respuesta.
El tiempo hizo lo suyo y la pregunta siguió rodando. Una
pregunta es una red. Nos envuelve y desafía nuestra pericia para salir airosos de
ella. Nos impulsa a ponernos en movimiento para buscar una salida. Pero también
lo es en un sentido más amplio: nos dispara hacia otros lugares, hacia los
miles de sentidos contenidos en ella. En esa búsqueda de nudos, de anclajes, me
asomé a Escaleras (“Schody”), cortometraje de Stefan Schabenbeck y a la pregunta de Erdosain “¿qué he hecho de mi vida?”, hija de la pluma de
Roberto Arlt en “Los siete locos”. Los Monty Python aportaron lo suyo con “Themeaning of life”.
Aunque también me sumergí en la búsqueda en obras de J. P. Sartre, Beckett y
Ionesco. A pesar de que en todos ellos pareciera declaradamente que el sentido
de la vida es el sinsentido, seguí buscando.
Hoy, seis años después, volví a cruzarme con él. Le pregunté:
¿Encontraste el sentido de la vida?
Sí —me respondió—. Se llama Florencia.
Y sí…
Era una respuesta simple y contundente. No había pensado en
eso en todos estos años.
Tal
vez tenga razón. Tal vez el sentido de la vida esté ahí, en el amor. De esa
manera se explica por qué, a veces, cuesta tanto encontrarlo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario