martes, 20 de mayo de 2014

Tres pares de zapatos

¿Cuánto dicen los zapatos? Todas las veredas caminadas, las preferencias personales, los tropezones, las frustraciones en las elecciones, los dolores, los deseos de ser o parecer, están entre nuestros zapatos. Los que arrumbamos en el ropero, los que ordenamos en cajitas, los que fuimos tirando por ahí.
Hay gente que sostiene que los zapatos dicen mucho de su portador. Que si brillan, o están sucios. Si deformes o nuevos. Si están pasados de moda o los viste en la vidriera esta última semana. Los zapatos hablan por su aspecto, pero también desde la posibilidad, la experiencia, o el recuerdo. Tres historias, tres pares de zapatos han marcado mi memoria.
Cuando era una niña amaba ponerme los zapatos de mi mamá. En ellos residía un mundo por imaginar. Los charolados, las botas texanas, los del taco bien alto. Cada uno desplegaba un nuevo relato del que me construia como protagonista. Allí estaba el todoporvivir. Y aunque mi pie era demasiado pequeño para el talle 39, me las ingeniaba para caber en ellos sin caerme y caminar erguida por la casa, rompiendo los oídos del resto con el “tic-tic-tic” de los taquitos aniñados. En esos ires y venires era reina, bailarina, secretaria, maestra, mujerlibreindependiente, joven y atractiva, mujer sufriente, enamorada, libre. Allí estaban todas las mujeres que pude haber sido, que fui, que soy, en puro germen. Había muchos sueños por caminar en esos zapatos.
Pero también había generosidad en ellos. Cuando mi mamá, sentada en su máquina de coser, me veía venir silenciosa y esquiva, me adivinaba con una pregunta: ¿Qué venis a pedirme Marianita? Y ahí, con miedo al “no”, salía el ovillito a rodar: Tus zapatos. ¿Cuáles?, me preguntaba. Los negros de charol, le decía tímidamente, sabiendo que lanzaba una flecha feroz. Esos eran los zapatos que mi mamá usaba para salir. Los zapatos de las fiestas. Los delicados. Mi mamá no tenía muchos zapatos, por eso los cuidaba, por eso creo que le dolía tanto en el fondo saber que serían chancleteados por toda la casa sin descanso. Pero a pesar de todo, nunca me los negaba. Siempre reía un sí. Y allá iba yo corriendo a su mesita de luz en busca de esos hermosos zapatos de charol que me hacían sentir tan importante. Tan feliz.
En mi adolescencia seguí conservando el gusto por los zapatos, aunque, como mi mamá, no tuviera demasiados. Recuerdo con especial cariño mis zapatos colorados. Rotos los zapatos negros acordonados, me vi en la posibilidad de volver a elegir un lindo par para el colegio. Frente a la mirada de horror de mi familia, elegí unos zapatos de gamuza pelirrojos, con flequitos, enormemente contrastantes con el uniforme verde y azul. Creo que lo primero que vieron venir mis compañeros el lunes a la escuela fueron los zapatos. Sobre ellos estaba yo, claro. Eran tan distintos, tan... feos, que no hubo ojos que no quedaran perplejos. Aun así, me encantaban. Desentonaban, iban en contra de toda la masa de zapatos oscura que caminaba por el patio. Y por eso mismo entablé un lazo cariñoso con ellos. En ese “ser distinto” para el mundo nos comprendimos. Con esos zapatos egresé y di mis primeros pasos en el otro mundo. El mundo hostil que se enrolla duro y enorme fuera de las puertas del colegio.
En ese mismo mundo hostil de mi postadolescencia conocí el tercer par de zapatos que recuerdo de manera especial. Eran negros, de punta cuadrada, con una hebilla pequeña y plateada sobre un costado. Sobrios. Lindos pero tristes. Esos fueron los zapatos de mi primer trabajo. Zapatos con algodones en las puntas, porque en realidad, no eran mis zapatos. Eran -paradojas de la vida, tal vez- los zapatos de mi mamá. Época dura en la que comprar zapatos “de salir” era un lujo que no podíamos darnos, pero una necesidad ante un mundo que te imprimía la horrible etiqueta de “excelente presencia”. Y allá fui, con todo el temor a cuestas -temor a las veredas, temor a los otros- a buscar trabajo.
Ahora, que puedo comprar mis propios pares, que los elijo de acuerdo con mis andares y actividades cotidianas, me suelo olvidar de cuán importantes son los zapatos. De vez en cuando, en esos días que ando mirando para abajo, en el colectivo, en la calle, en la escuela, algo me retrotrae a esas viejas experiencias que transité con ellos. Entonces corro a pegar el zapato roto de algún alumno, para que no se apene ante los otros; o regalo algún par de zapatos para un cumpleaños que reemplazará al vencido, o elogio lo suficiente a quien tiene el privilegio, quizás no tan frecuente, de estar estrenándolos. Pero hay otra situación, una que todavía no puedo dimensionar y comprender desde mi propia experiencia, o que me excede desde el dolor, y es la de toparme con alguien sin zapatos. ¿Cómo era eso de que para comprender al otro, hay que ponerse en sus zapatos? Y es en este punto donde pienso que puedo comprender todo lo que significa un par de zapatos, pero tal vez me falte aprender, lamentablemente y como a tantos otros, todo lo que significa estar descalzo.

No hay comentarios:

Publicar un comentario