¿Cuánto dicen los
zapatos? Todas las veredas caminadas, las preferencias personales,
los tropezones, las frustraciones en las elecciones, los dolores, los
deseos de ser o parecer, están entre nuestros zapatos. Los que
arrumbamos en el ropero, los que ordenamos en cajitas, los que fuimos
tirando por ahí.
Hay gente que sostiene
que los zapatos dicen mucho de su portador. Que si brillan, o están
sucios. Si deformes o nuevos. Si están pasados de moda o los viste
en la vidriera esta última semana. Los zapatos hablan por su
aspecto, pero también desde la posibilidad, la experiencia, o el
recuerdo. Tres historias, tres pares de zapatos han marcado mi
memoria.
Cuando era una niña
amaba ponerme los zapatos de mi mamá. En ellos residía un mundo por
imaginar. Los charolados, las botas texanas, los del taco bien alto.
Cada uno desplegaba un nuevo relato del que me construia como
protagonista. Allí estaba el todoporvivir. Y aunque mi pie era
demasiado pequeño para el talle 39, me las ingeniaba para caber en
ellos sin caerme y caminar erguida por la casa, rompiendo los oídos
del resto con el “tic-tic-tic” de los taquitos aniñados. En esos
ires y venires era reina, bailarina, secretaria, maestra,
mujerlibreindependiente, joven y atractiva, mujer sufriente,
enamorada, libre. Allí estaban todas las mujeres que pude haber
sido, que fui, que soy, en puro germen. Había muchos sueños por
caminar en esos zapatos.
Pero también había
generosidad en ellos. Cuando mi mamá, sentada en su máquina de
coser, me veía venir silenciosa y esquiva, me adivinaba con una
pregunta: ¿Qué venis a pedirme Marianita? Y ahí, con miedo al
“no”, salía el ovillito a rodar: Tus zapatos. ¿Cuáles?, me
preguntaba. Los negros de charol, le decía tímidamente, sabiendo
que lanzaba una flecha feroz. Esos eran los zapatos que mi mamá
usaba para salir. Los zapatos de las fiestas. Los delicados. Mi mamá
no tenía muchos zapatos, por eso los cuidaba, por eso creo que le
dolía tanto en el fondo saber que serían chancleteados por toda la
casa sin descanso. Pero a pesar de todo, nunca me los negaba. Siempre
reía un sí. Y allá iba yo corriendo a su mesita de luz en busca de
esos hermosos zapatos de charol que me hacían sentir tan importante.
Tan feliz.
En mi adolescencia
seguí conservando el gusto por los zapatos, aunque, como mi mamá,
no tuviera demasiados. Recuerdo con especial cariño mis zapatos
colorados. Rotos los zapatos negros acordonados, me vi en la
posibilidad de volver a elegir un lindo par para el colegio. Frente a
la mirada de horror de mi familia, elegí unos zapatos de gamuza
pelirrojos, con flequitos, enormemente contrastantes con el uniforme
verde y azul. Creo que lo primero que vieron venir mis compañeros el
lunes a la escuela fueron los zapatos. Sobre ellos estaba yo, claro.
Eran tan distintos, tan... feos, que no hubo ojos que no quedaran
perplejos. Aun así, me encantaban. Desentonaban, iban en contra de
toda la masa de zapatos oscura que caminaba por el patio. Y por eso
mismo entablé un lazo cariñoso con ellos. En ese “ser distinto”
para el mundo nos comprendimos. Con esos zapatos egresé y di mis
primeros pasos en el otro mundo. El mundo hostil que se enrolla duro
y enorme fuera de las puertas del colegio.
En ese mismo mundo
hostil de mi postadolescencia conocí el tercer par de zapatos que
recuerdo de manera especial. Eran negros, de punta cuadrada, con una
hebilla pequeña y plateada sobre un costado. Sobrios. Lindos pero
tristes. Esos fueron los zapatos de mi primer trabajo. Zapatos con
algodones en las puntas, porque en realidad, no eran mis zapatos.
Eran -paradojas de la vida, tal vez- los zapatos de mi mamá. Época
dura en la que comprar zapatos “de salir” era un lujo que no
podíamos darnos, pero una necesidad ante un mundo que te imprimía
la horrible etiqueta de “excelente presencia”. Y allá fui, con
todo el temor a cuestas -temor a las veredas, temor a los otros- a
buscar trabajo.
Ahora, que puedo
comprar mis propios pares, que los elijo de acuerdo con mis andares y
actividades cotidianas, me suelo olvidar de cuán importantes son los
zapatos. De vez en cuando, en esos días que ando mirando para abajo,
en el colectivo, en la calle, en la escuela, algo me retrotrae a esas
viejas experiencias que transité con ellos. Entonces corro a
pegar el zapato roto de algún alumno, para que no se apene ante los
otros; o regalo algún par de zapatos para un cumpleaños que
reemplazará al vencido, o elogio lo suficiente a quien tiene el
privilegio, quizás no tan frecuente, de estar estrenándolos. Pero
hay otra situación, una que todavía no puedo dimensionar y
comprender desde mi propia experiencia, o que me excede desde el
dolor, y es la de toparme con alguien sin zapatos. ¿Cómo era eso de
que para comprender al otro, hay que ponerse en sus zapatos? Y es en
este punto donde pienso que puedo comprender todo lo que significa un
par de zapatos, pero tal vez me falte aprender, lamentablemente y
como a tantos otros, todo lo que significa estar descalzo.
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