martes, 10 de junio de 2014

Zapatos: del molde social a la experiencia subjetiva del arte

A partir de la imagen de un Gombrowicz pies descalzos en “Historia” de Adrián Blanco, hacia Gwen Murphy y sus zapatos personificados.


Los moldes sociales se nos imponen, nos constriñen, nos dan forma. El calzado nos saca del estado “salvaje”, condenado socialmente (en una “sociedad civilizada”, claro, que ha triunfado sobre la infausta barbarie, tal como la nuestra), para ubicarnos en un lugar claro de lectura de la subjetividad: el zapato es categoría socioeconómica, es estereotipo, es práctica social. La carencia de zapatos es, en contraposición, el margen absoluto, el afuera del sistema (y cabe sospechar, por qué no, que hasta la “descalcez” está reglada).
En “Historia”, escrita por Gombrowicz y puesta en escena por Blanco, el joven Witoldo se niega, frente a la presión familiar, a ponerse los zapatos. Se resiste, en definitiva, a entrar en la forma, esas formas que nos hacen actuar “como si...”, que nos “marcan el paso” y nos dictan cómo ser, cómo comportarse socialmente. Witold es un inmaduro, no quiere calzarse, juguetea pleno y descalzo con los “sirvientes”, despreciados por su aristocrática familia, pero en el fondo deseados secretamente (o no tan secretamente...). ¿Qué hace deseables a esos “bárbaros”? El atractivo reside en su libertad de formas, de máscaras (de “mandatos”, paradójicamente), en su carácter inacabado y rebelde, salvaje, “puro”.
A todos nos obligan a calzarnos desde que nacemos. Primero unos escarpines diminutos. Luego unos zapatitos, con su consiguiente y ya determinante “rosa” o “celeste”. Después las primeras zapatillas, los zapatitos para las fiestas. Los zapatos escolares. ¡Los ortopédicos! Los primeros tacos. Los botines. Las badanas de danzas. Las ojotas vacacionales. Los zapatos “de vestir”, los “de entre casa”. Los zapatos caros. Los de marca. Los heredados. Los miles de pares. Los zapatos viejos. Los zapatos “de” viejo. Los de horma ancha. Los del agujero en la punta. Los “el único par”. Las pantuflas. Los de diseño. Los de oferta. Los de moda.
Cada uno habla por sí solo. Dice qué hacés, en qué momento del día, tu poder adquisitivo, tu valoración de lo material, tus preferencias estéticas, el estereotipo con el que te identificás, tus expectativas como grupo social, tu deseo de pertenencia.
Ir a trabajar en pantuflas. Asistir a la gala del Colón en ojotas. Pasear por La Noria sobre unos nuevísimos Ricky Sarkany o por Palermo sobre unas guillerminas deformadas por el uso de “Calzados la Bomba Loca”. Que tampoco es lo mismo que pasear con unos viejos y deformes Ricky Sarkany por La Noria o unas flamantes guillerminas de “Calzados la Bomba Loca” por Palermo. Basta pensar en situaciones tan puntuales como estas, por fuera de la “norma”, para entender cómo el zapato es indicio de nuestras prácticas sociales y de nuestros moldes de subjetividad. Porque lo cotidiano naturaliza lo que se nos impone desde antes de dar nuestros primeros pasos. Pertenecer o no pertenecer. Ser o no ser (así), esa es la cuestión.
Sin embargo, Gwen Murphy me llevó a otro lugar. El pobre zapato no tiene la culpa de nuestras estupideces. El pobre zapato es un objeto en sí mismo, al que nosotros imponemos también la forma. Los caminamos, los gastamos; les imprimimos nuestra subjetividad en la elección, en el trato, en el modo de uso. La artista plástica lee estas cuestiones en sus propios zapatos desde joven y comienza entonces su búsqueda expresiva.
La forma, el color, la teleología de su uso, la época e incluso sus propias deformaciones le imprimen una personalidad. Entonces esos zapatos también hablan. Y muestran, gracias a las manos de Murphy, un posible rostro. La tristeza de algunos, el adormecimiento de otros, la seriedad, la ira, la dulzura están impresas en las caras apresadas en aquellos zapatos (literal y metafóricamente hablando).

En este punto es donde nace una pregunta: ¿qué me dirían mis zapatos si hablaran? Les propongo hacer este ejercicio. Seguro dirían mucho más de lo que nos gustaría escuchar.

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