A partir de la imagen de un Gombrowicz pies descalzos en “Historia” de Adrián Blanco, hacia Gwen Murphy y sus zapatos personificados.
Los moldes sociales se
nos imponen, nos constriñen, nos dan forma. El calzado nos saca del
estado “salvaje”, condenado socialmente (en una “sociedad
civilizada”, claro, que ha triunfado sobre la infausta barbarie,
tal como la nuestra), para ubicarnos en un lugar claro de lectura de
la subjetividad: el zapato es categoría socioeconómica, es
estereotipo, es práctica social. La carencia de zapatos es, en
contraposición, el margen absoluto, el afuera del sistema (y cabe
sospechar, por qué no, que hasta la “descalcez” está reglada).
En “Historia”,
escrita por Gombrowicz y puesta en escena por Blanco, el joven
Witoldo se niega, frente a la presión familiar, a ponerse los
zapatos. Se resiste, en definitiva, a entrar en la forma, esas formas
que nos hacen actuar “como si...”, que nos “marcan el paso” y
nos dictan cómo ser, cómo comportarse socialmente. Witold es un
inmaduro, no quiere calzarse, juguetea pleno y descalzo con los
“sirvientes”, despreciados por su aristocrática familia, pero en
el fondo deseados secretamente (o no tan secretamente...). ¿Qué
hace deseables a esos “bárbaros”? El atractivo reside en su
libertad de formas, de máscaras (de “mandatos”,
paradójicamente), en su carácter inacabado y rebelde, salvaje,
“puro”.
A todos nos obligan a
calzarnos desde que nacemos. Primero unos escarpines diminutos. Luego
unos zapatitos, con su consiguiente y ya determinante “rosa” o
“celeste”. Después las primeras zapatillas, los zapatitos para
las fiestas. Los zapatos escolares. ¡Los ortopédicos! Los primeros
tacos. Los botines. Las badanas de danzas. Las ojotas vacacionales.
Los zapatos “de vestir”, los “de entre casa”. Los zapatos
caros. Los de marca. Los heredados. Los miles de pares. Los zapatos
viejos. Los zapatos “de” viejo. Los de horma ancha. Los del
agujero en la punta. Los “el único par”. Las pantuflas. Los de
diseño. Los de oferta. Los de moda.
Cada uno habla por sí
solo. Dice qué hacés, en qué momento del día, tu poder
adquisitivo, tu valoración de lo material, tus preferencias
estéticas, el estereotipo con el que te identificás, tus
expectativas como grupo social, tu deseo de pertenencia.
Ir a trabajar en
pantuflas. Asistir a la gala del Colón en ojotas. Pasear por La
Noria sobre unos nuevísimos Ricky Sarkany o por Palermo sobre unas
guillerminas deformadas por el uso de “Calzados la Bomba Loca”.
Que tampoco es lo mismo que pasear con unos viejos y deformes Ricky
Sarkany por La Noria o unas flamantes guillerminas de “Calzados la
Bomba Loca” por Palermo. Basta pensar en situaciones tan puntuales
como estas, por fuera de la “norma”, para entender cómo el
zapato es indicio de nuestras prácticas sociales y de nuestros
moldes de subjetividad. Porque lo cotidiano naturaliza lo que se nos
impone desde antes de dar nuestros primeros pasos. Pertenecer o no
pertenecer. Ser o no ser (así), esa es la cuestión.
Sin embargo, Gwen Murphy me
llevó a otro lugar. El pobre zapato no tiene la culpa de nuestras
estupideces. El pobre zapato es un objeto en sí mismo, al que
nosotros imponemos también la forma. Los caminamos, los gastamos;
les imprimimos nuestra subjetividad en la elección, en el trato, en
el modo de uso. La artista plástica lee estas cuestiones en sus
propios zapatos desde joven y comienza entonces su búsqueda
expresiva.
La forma, el color, la
teleología de su uso, la época e incluso sus propias deformaciones
le imprimen una personalidad. Entonces esos zapatos también hablan.
Y muestran, gracias a las manos de Murphy, un posible rostro. La
tristeza de algunos, el adormecimiento de otros, la seriedad, la ira,
la dulzura están impresas en las caras apresadas en aquellos zapatos
(literal y metafóricamente hablando).
En este punto es donde
nace una pregunta: ¿qué me dirían mis zapatos si hablaran? Les
propongo hacer este ejercicio. Seguro dirían mucho más de lo que
nos gustaría escuchar.
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