martes, 10 de febrero de 2015

A Pamplona (o sobre las veleidades de la interpretación)

Íbamos en caravana. Pamplona no estaba lejos. Para ese momento de la travesía ya no importaban nuestras diferencias, estábamos mancomunados en un solo objetivo, pero sobre todo, en una sensación que nos igualaba y nos hacía más fuertes: la creencia de que cada uno de nosotros tenía razón.

La coexistencia de criterios distintos nos había sorprendido sobremanera. Ninguno de nosotros había imaginado que podían surgir perspectivas tan disímiles sobre un mismo proyecto, que a los ojos de todos parecía muy claro, clarísimo, prístino como el agua.

Por eso, cuando finalmente arribamos al punto de partida tras la convocatoria, nos miramos con extrañeza. Las diferencias en la interpretación de la consigna habían sido notables. 

La columna que se preparaba para marchar al frente -la de interpretación más rigorista-, desnudo un pie, envuelto en diferentes texturas y colores el otro, se ofuscó silenciosamente al detectar que mesturados entre ellos, se hallaban sujetos menos radicales, e incluso también algunos más conservadores, tal vez, que vislumbraron la posibilidad de las heridas y optaron por el uso de calzado, aunque bajo la misma condición: una media sí, otra no. No fueron rechazados por sus colegas, aunque en su fuero interno disentían con dicha postura, poco comprometida, poco dedicada a los valores de la fe, al sufrimiento como herramienta de purgación, al martirio como revelación. Se pudo corroborar que durante la marcha alguna que otra vez se apuraban a pisarles los cordones sueltos disimuladamente.

Aun así, como ante todo primaba la pluralidad, nadie osó objetar esta conducta. Por otro lado, era evidente que no eran los únicos que encaraban la proeza con un criterio diferente. Se podía observar, detrás de la columna de gente que llevaba una sola media, otra que en vez de llevarla en su pie, hacía flamear en sus manos el objeto en cuestión. El recelo entre estos también surgió, incluso dentro del mismo grupo, quienes poniendo el ojo en el calcetín ajeno balbuceaban acerca de la incorrección del color, formato y textura de los calcetines, sin contar los tamaños, que fueron tomados como una rotunda actitud narcisista en aquellos que libraban al viento talles cuarenta y cuatro, o cuarenta y seis, por ejemplo.  

Inmediatamente detrás de ellos, observados con curiosidad por todos los demás, estaban algunos que, empujados por la espectacularidad del asunto, iban de la mano de seres disfrazados de medias, algunos con trajes de tela, otros envestidos en fantásticas estructuras de alambre modeladas en papel maché con formatos asombrosamente realistas.

De más está decir que estos fueron los menos y, sin duda, los más admirados por su osadía. Entre ellos podían verse los integrantes de otro grupo, los “libreinterpretadores”, quienes se congregaban en el gentío con medias hermanas, medias novias, medias tintas, medias naranjas, medias reses, medias lunas, y otras cosas por el estilo.

A pesar de todo, hijos de la diferencia, marchamos todos unidos a Pamplona. Quién estaba en lo cierto, es algo que no se discutió a lo largo del camino, no solo por cuestiones de decoro, sino también para evitar enfrentamientos, complots y chupadas de medias, puesto que había tantas que se hubiera demorado enormemente nuestra llegada.

Cuando percibimos las primeras luces de Pamplona se reavivó nuestro espíritu. Todos cantábamos incesantemente el cántico que las musas nos habían inspirado para la ocasión. La Babel de las medias se congregaba por Pamplona y esta nos esperaba de brazos abiertos. Llegamos, como era lógico,  exactamente a medianoche. Hubo festejos. Risas, abrazos. Orgullos. Aunque en nuestras conciencias pesaban dudas que nadie quería confesar: ¿Qué media? ¿Por qué una media? ¿Para qué una media? ¿De qué forma una media? ¿Por qué a Pamplona hay que ir con una media? ¿Por qué no con dos? ¿O tres? ¿Para qué quiere vernos Pamplona en medias y, peor aún, caprichosamente, con una sola? ¿Dónde están todas las otras medias del par? ¿Qué sucedió con las que se quedaron? ¿Nos dejarían entrar a Pamplona si fuéramos con las medias puestas? ¿Es Pamplona el país de las medias? ¿Nos matarían a todos en Pamplona para quitarnos las medias y hacer, por ejemplo, medias sombras con ellas? 

Un curioso velo se corrió sobre el asunto.  Expresar nuestras inquietudes volvería inválidas nuestras posturas, nuestras interpretaciones. ¿Cómo exponernos a tener que asumir un posible error? 

Así fue que todos llegamos a Pamplona. Con una media. Y todos nos mostramos de acuerdo, aunque en el fondo creyéramos fervientemente que el otro no podía, bajo ninguna circunstancia, tener la razón. 

...Y aunque, secretamente, cada uno intuyera que era muy posible que tampoco nosotros la tuviéramos.

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