Se deslizó sobre su
cama. Dos dedos gruesos le pulsaron la boca y las mejillas se
apretaron en la almohada. Con hambre feroz, volteó el cuerpo delgado
y en embestida arremetió contra la espalda.
Bajó despacio su bombacha. Y en esa noche, la única humedad que
desbordó, fue la de las lágrimas.
A la mañana siguiente,
ya no habría más palabras. Nunca más palabras. Ni siquiera para
hablar de sus muñecas, que tanto le gustaban.
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