sábado, 2 de octubre de 2021

De imágenes, fulgores y paternidades

Escuché a Michele Petit hablar sobre un escritor griego que, cuando era niño, sentado sobre las rodillas de su padre y envuelto por sus relatos y cantos, abrió una puerta a la fantasía que más tarde lo llevó a querer permanecer allí, mediante la escritura.

Este relato tira de una cuerda invisible que trae en la punta a Federico Jeanmaire, contando cómo viendo a su padre interesado por las lecturas, escribía en papelitos que dejaba para que su papá los encontrara y se interesara por él, tanto como se interesaba por esos periódicos que leía. Esos fueron sus primeros pasos como escritor, reconoce.

Pienso en que suele haber una imagen, un momento en el recuerdo, que nos hace arder y moldea nuestras elecciones, nuestro devenir juvenil y adulto. Una especie de imagen fundacional donde algo nos mueve de manera tal que pone un horizonte de sentido.

Si uno afina el oído, y escucha los relatos de otres, siempre aparece. Aparece cuando se anda vagando por la evocación, cuando se navega en la blandura del mundo desde la mirada niña.

Hace poco alguien me contó que a su papá todes lo saludaban por la calle. Y que allí donde iba, todes lo conocían. Un día salió con él a hacer su trabajo. Quedó conmovido con ese reconocimiento amoroso, esos saludos amigables, con reconocer en su padre a ese hombre al que nadie era indiferente. Siempre quise que cuando fuese grande, todo el mundo me conociese y me saludara como a él, me dijo. Cuando evocaba la imagen algo estaba encendido en sus ojos, algo que se enciende de igual manera al escuchar su nombre en boca de quienes lo esperan y lo reciben cuando va con sus libros a todos lados.

¿Qué misteriosa cuerda toca la imagen fundacional para hacernos vivir intentando replicar esas experiencias? Josefina Vicens en “Los años falsos”, explora en la identidad de un joven que ama tanto al padre que imagina sus profesiones de acuerdo con sus reacciones antojadizas. Si elogiaba a los bomberos, pues el niño empezaba a desear ser bombero. Si esperaba al cartero y este no venía, el niño quería ser cartero para hacer tan bien su oficio que no pudiera desilusionar a ningún otro padre del mundo, que encerraban, claro, el imaginario de su propio padre. Esas imágenes que Luis Alfonso evoca piden ser visto, desean el reconocimiento de esa figura enorme que allí está en nuestro limbo simbólico para decir: “Lo hiciste bien, estoy orgulloso”.

Recuerdo otro relato que me impresionó mucho. Un abuelo que leía a sus nietos y los reunía para conversar. Cada vez, como en un ritual, se exponían temas y se acompañaba a les niñes a hacer preguntas, que quedaban registradas en grabaciones. De adulta, aquella niña profundamente impresionada por su abuelo, recordaba cómo la llama ardía en cada encuentro, y cómo había descubierto en la filosofía una forma de volver allí. Llevar las preguntas a la vida, a su hijo ahora, avivar la llama que un día su abuelo encendió y custodiarla hasta que pudiese arder libre.

No sé si se trata de un momento. Quizás es la suma de gestos, de experiencias que se cristalizan en la mente en un momento puntual que recordamos como un fulgor necesario para iluminar luego el camino. Esa imagen está cargada de raíces que se hunden en la memoria, en el cuerpo, en la identidad, hasta puntos ciegos, irrecuperables, pero que hacen la flor.

No conocí mucho a mi papá. Me dejó una memoria fragmentada de pequeñas chispas. Unos diccionarios en los que buceábamos juntos las palabras. Unas caminatas de la mano, mientras conversábamos, rumbo a la ferretería. La picardía de los chistes compartidos de sobremesa. Unos poemas con letra imprenta, que no llegaba a comprender, con circulitos en las íes. Las preguntas que iban con cada herramienta alcanzada, mientras reparaba o construía alguna cosa. Pero hubo una imagen fundacional, sí.

Un cumpleaños me trajo de regalo un par de guantes rojos y una libreta amarilla con forma de corazón. Para que escribas, me dijo. Fue el último cumpleaños juntes. A veces pienso que más que un regalo fue una especie de herencia que me arde en las manos. O una forma de mantenerlo conmigo. O, a lo mejor, una forma de abrazar el mundo de palabras que aprendí con él, cada vez que era parte de su tiempo.

Quizás quien lea, si es que hay une lectore pasando sus ojos por aquí, estará rebuscando en su memoria esa imagen, esa llama. O el sentido de esa llama. ¿Cuántos de esos fuegos iluminarán ahora un camino y cuántos serán fuego que arrasa?

Como sea, escribo. La imagen, la llama renueva su fulgor ahora. Vayan para él también estas palabras.

2 comentarios:

  1. Que lindas palabras Mariana, hay un hondo talento ahí, una emoción nacida de un alma poeta, permite rescatar, en mi caso particular, el amor por la literatura que aveces se empaña, se esconde tras el polvo de la vida cotidiana. Un lugar entrañable en mi corazón. Gracias por eso.

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  2. Hermoso texto lleno de emociones, muy bonito...

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