martes, 30 de julio de 2013

El inadaptado (o el hombre que fue pepino)

 
       Lucio Manfredini nació un día de abril. Su madre hizo lo que pudo para soportar la idea de que su hijo pareciera salido de un cuadro de Arcimboldo, pero no lo logró. Así fue que Lucio creció entre evasivas y argumentos estrafalarios. “¿Por qué los otros niños no juegan conmigo?; ¿por qué mi cuerpo es tan extraño?; ¿por qué ruedo al caer?”, eran las frecuentes preguntas de Lucio, infante pensativo e introvertido. “Porque los otros nenes son malos;  porque todos tenemos cuerpitos diferentes; porque estás comiendo mucho, hijo”, respondía su mamá, evadiendo una verdad insoslayable. Es que Lucio Manfredini, o “el inadaptado de Manfredini” —como le dirían años más tarde—, había nacido con cuerpo de pepino.
         La niñez de Manfredini transcurrió entre soledades lúdicas y ausencia de novias epistolares. Una vez quiso acercarse a una pequeña de ojitos chuecos y zapatitos ortopédicos, pero cuando ésta se echó a correr —a los tumbos, como pudo—, jamás llegó a alcanzarla. Las piernitas de Lucio eran demasiado cortas y su cuerpo no resistía la velocidad. El tambaleo incesante lo hacía mecerse de un lado a otro, caer fatídicamente y rodar con energía hasta la presencia de algún obstáculo amigo que le frenara el impulso. Innumerables veces fue la madre a rescatar a su hijo magullado y roñoso, con su guardapolvito roto de tanta piedra malintencionada, a la dirección del colegio.
         Las horas de Lucio en el templo del saber estaban signadas por la confusión y la hostilidad. “Todos somos iguales”, “todos tenemos los mismos derechos”, “todos tenemos igualdad de oportunidades”, escuchaba decir a su señorita
—encantadoramente cívica y democrática—, sentado solo en el último banco, con su redondo vientre de pepino apretado incómodamente contra la fórmica, soñando con el día en que lo invitaran a los cumpleaños y lo dejaran participar de los eventos escolares.
Niño cumplidor y extravagante, se esforzaba por seguir cada instrucción, por realizar cada mandato social, por adecuarse a cada circunstancia humana. Pero nada parecía alcanzar, así es que Manfredini entró en la preadolescencia redoblando esfuerzos y sueños de aceptación.
Ingresó en el catecismo y se formó en la doctrina antropomórfica del Dios creador. Puso innumerables veces la otra mejilla, casi hasta perderlas, y confesó ante el sacerdote su pecado de no ser tan buen cristiano como todos los demás, aunque prometió hacer lo imposible por revertirlo. De aquellas épocas le quedó como recuerdo una hermosa foto junto al altar, parado, por su imposibilidad de arrodillarse, pero relucientemente verde y  feliz, bajo la mirada esquiva de un Cristo que agachaba la cabeza, haciéndose el desentendido, como si se mirara los pies.

         Más tarde cursó su bachillerato con excelentes notas e ingresó entusiasta en la Facultad de Abogacía. Ansiaba ser un exitoso profesional y luchar por la equidad y el respeto a la ley. “Las normas hacen al hombre en un sociedad civilizada y eficaz”, se repetía Lucio orgulloso de su decisión. Pero su sueño se vio truncado de inmediato. Apenas si llegó a completar las planillas de inscripción. La burocracia y el tiempo hicieron el resto.
         Entonces fue que Manfredini decidió resignarse y dedicar su vida al noble y dignificante mundo laboral. Tras algunos años de búsqueda infructuosa, se topó finalmente con el trabajo indicado, o al menos, el único en el que no lo habían mirado con espanto e incomprensión: una cadena de hamburgueserías lo contrataba como la imagen de su nuevo producto. Y así vivió un tiempo, reconocido como el Señor Pepino, tironeado por niños que pellizcaban su duro torso, asombrados por la veracidad del traje, y padres divertidos que reían incesantemente ante tamaña figura vegetal.
       No es que se considerara infeliz, simplemente las cosas no eran como él las había deseado ni como las había aprendido. Catorce horas diarias de trabajo rodeado de infantes y frituras, de lunes a lunes, sin gozar nunca de la simpatía de algún compañero, señalado por grandes y chicos como una rareza, eran motivos suficientes para que Manfredini comenzara a comportarse de forma extraña ante los ojos indignados de los demás. Sin notarlo se adentró en los ríspidos caminos de la pérdida de diplomacia y hasta se le daba por llorar cuando algún niño le decía con su crueldad infantil que se lo iba a comer en ensalada. Estas conductas, inexplicables para todos, transformaron a Lucio en “el inadaptado de Manfredini”, meses antes de perder definitivamente el empleo.
Hombre ya maduro, solo un deseo le quedaba a Lucio por cumplir, postergado por una dura vida de obligaciones y deberes: enamorar a la chica que fuera, en un promisorio futuro, la madre de sus hijos. Así se lo habían enseñado. Al menos, eso hacían todos y eran, aparentemente, hombres plenos y felices. Fue entonces cuando se aventuró a mover las caderas que no tenía en los bailes de moda, a pasear con aire de normalidad por los espacios públicos y a enrolarse en los clubes de solteros que buscan pareja. Nada resultó. Ni una sola dama le dirigió jamás la mirada. Manfredini fue el eterno soltero. “Demasiado conservador para mi gusto”; “demasiado serio”; “me da miedo el matrimonio”, escuchó decir esquivamente a las candidatas que más que cortejadas habían sido perseguidas. En estas ocasiones, no sabía bien por qué, se acordaba de su madre.
En el ocaso de su vida, Manfredini se preguntaba a veces si realmente había hecho las cosas bien, si había seguido las reglas de los hombres como todos las seguían, si le había garantizado aquello, aunque más no fuera, una mínima felicidad. Otras veces, un oscuro fantasma le azuzaba el pensamiento sugiriéndole una vaga pregunta: ¿y si el resto de los hombres eran los equivocados? Se preguntaba también qué hubiera sucedido con su vida si no hubiese intentado hacer lo que todos hacían; si él —o el resto de la humanidad— hubiese aceptado que era así, un poco diferente. Aunque, afortunadamente para él, o al menos eso pensaba, eran raras ideas sin importancia.
      Lucio Manfredini murió un jueves. Su cilíndrico cuerpo arrugado se veía seco y débil. Sus cortas piernas desde hacía tiempo no podían sostenerlo. La muerte lo halló tendido en una cama que poco tenía que ver con su pepinística anatomía, mientras lo asaltaba un pensamiento singular: que tal vez, en una sociedad de pepinos, hubiese sido un hombre más feliz.

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