Escupió en su cara de conejito. Después lo agarró de las
orejas y lo arrastró por el adoquinado. Lo de siempre. Ahí arremetió con unas
cuantas patadas en el culo. Varias, como quince. De hecho, no dejó de patearlo
hasta que escuchó un quejido. “Conejo Puto”, le dijo.
“Ehhh, ¿qué hacés?”; “¡Paráaaaaa, lo vas a matar!”,
desesperaba Dumbo. Pero Nada. Yogui seguía sin descanso. Dale que dale. Se
había propuesto cagarlo bien a trompadas; y cuando Yogui se proponía algo…
Hacía bastante poco que se conocían. En ese entonces, Yogui
no era Yogui, sino empanada sudada. Se transformó en Yogui después del herpes
genital. Tantos sudores, no pasan sin dejar rastro. Desde entonces no puede ver
una empanada sin tocarse. Es como un acto reflejo de protección: los traumados
por los golpes, se cubren con los brazos; los de herpes genitales, se tocan. Siempre.
Esta es la historia de una proto amistad que nunca llegó a
suceder. Ambos amaban a la misma mujer. La conocieron un jueves en Plaza Once,
mientras oraba al pie de un monumento a unos trabajadores paraguayos que
esperaban el bondi. Se llamaba Lilita. Yogui se acercó a darle un volante. Ella
le dijo que no, que ya tenía y que le resultaba “de pelos”. Lo dijo mientras se
armaba un porro con una boleta del ARI. Hablaron un poco de Caffiero y después Yogui
no se aguantó más y le besó la cruz. Ella no se resistió. El conejito los vio.
No quiso quedarse afuera y le tocó el culo a Lilita.
Cuando los habían presentado en la agencia, seis días antes,
el Conejo había sentido que lo admiraba. Sí, admiraba a ese ahora oso, ex
empanada. Y había decidido que todo lo que Yogui pensaba era sublime. Y que
todo lo que deseaba, era deseable. Por eso el Conejo también se enamoró de Lilita.
¡Por vos me fumo todas las de Altamira!, le recitó enamorado al oído. Pero ella
salió corriendo. Gritó: “¡Corrupto! ¡Corrupto!”, y se subió al 101.
Fue ahí que Yogui sintió que las bolas le ardían como nunca.
Esta vez de furia. Y lo empezó a correr por Pueyrredón. El Conejo se defendió como
pudo. A Dumbo le dio culpa y lo llevó al Durán en su fitito. Las orejitas se
asomaban por el borde de la puerta mal cerrada. Yogui fue detenido. Lilita
todavía no. Pero en cualquier momento se hace detener por miedo a que atenten
contra ella.
Meses después, Yogui se encontró con el Conejo
por Corrientes, parado en una esquina, vendiendo cartones de la Solidaria.
Imaginó un abrazo fraternal, un “Perdoname, hermano” bien tanguero. Pero no,
siguió de largo. Y no le compró un carajo. Después de todo, había roto el
código: las minas de los amigos osos, tienen bigotes.
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