viernes, 19 de julio de 2013

Una persecución con enanos, mástiles, cabras suizas y amantes del tango

Salí del bosque. Dos enanos me perseguían. El más alto llevaba un sacacorchos en la mano izquierda; el más petiso, un rulero de plástico y un piquito oxidado apuntando a mis costillas. ¡Tuve tanto temor de salir herido, o enrulado!... pero llegué a un claro y hallé la cabaña del tío Tom. No me lo imaginaba así, con esos bigotes y bermudas de playa, pero confieso que me resultó simpático su cantito tirolés al abrirme la puerta.
-¡¡¡Holeleeeiiieeeiiiiee!!! Holelé iiiiii iiii iiiii iiiii... –cabeza a un lado, cabeza al otro, como comprensivo y feliz.
Cuando estaba por entrar, creyéndome a salvo, penetré con la mirada aquella sala enrojecida por las llamas y las brasas, y vi que los dos enanos se tornaban diabólicamente a mirarme y giraban sus cabezas como roscas falseadas por el uso.
Brinqué hacia atrás los tres escalones previamente subidos, luego adelante, luego atrás, luego adelante y luego atrás. Y corrí. Corrí. Corrí. Corrí. Consideré que estando más liviano podría hacerlo con mayor destreza, y entonces, viendo que los enanos se detenían a ponerle aderezos a sus panchos, me quité los soquetes, el slip y mi caro sutién de encaje francés antienanos que, ya era clarísimo a esa altura, no había funcionado.
Cuando me incorporé, pude sentir el piquito rozando mi nalga, casi como un débil ardor de merthiolate, y entonces solo bastó una mirada a los fétidos dientes del enano mayor para tomar impulso nuevamente y saltar al lomo de una vizcacha juvenil estacionada en el área de las focas. Haciendo reversa y giro, como si me estuviese esperando para salvarme, comenzó su esforzada carrera que duró 20 centímetros, hasta que el enano más bajito me agarró de un brazo.
Todavía recuerdo su cara de horror y desencanto cuando advirtió que yo era manco, por lo que previo transbordo a una liebre patagónica gris perla full full, continué mi rauda huida hasta Castelar, donde un amigo me esperaba para que continuara mi jugada en el partido de ajedrez que habíamos comenzado ya mucho antes de que él hubiese nacido. Una pena. Era un pésimo jugador. Temía decírselo porque a cada dolor del alma se acrecentaba su joroba. Y las cejas le crecían más tupidas aún, pero eso no daba tanto asco como su joroba.
Aferrado a las orejas de la liebre, pensé que sería útil distraer a los enanos. Así que monté, además de la vicuña y la liebre, una emboscada. Todo salía a la perfección: los enanos bailaban frenéticamente alrededor de una enorme bola de espejos con dos enanas vestidas de vinílico rojo, altas plataformas y peinados batidos a punto nieve. Había salido baratísimo contratarlas, regalaban sus servicios por tener complejo de altas. Nadie lo notó, excepto yo, que torné a ver lo que sucedía no sin bajar antes a la liebre de mi lomo. Ella también estaba cansada.
En el kilómetro 25, entrando ya a Rafael Calzada, pude observar cómo la enana menos fea engatusaba al enano menos alto y le quitaba el rulero. Entre ellos se entienden. ¡Ojo!..., son los menos. Y cuando por fin parecía que iba a adueñarse del piquito, no se adueñó nada. Y punto. Porque los enanos son gente que no se anda con chiquitas.
Y fue entonces que todo se derrumbó. La bola de espejos cayó. Los enanos estupefactos se miraron, me miraron, se miraron, las miraron, nos miramos, sonreímos todos para la foto y nos sacamos las caretas.
Ahora me corrían Heidi y Pedrito. Olían a oveja muerta y tenían pediculosis. ¡Tuve tanto miedo de que me contagiaran, o me cantaran!... pero salí a un enorme y bullente río... y eso... “eso” es otra historia.

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