Salí del bosque. Dos
enanos me perseguían. El más alto llevaba un sacacorchos en la mano izquierda;
el más petiso, un rulero de plástico y un piquito oxidado apuntando a mis
costillas. ¡Tuve tanto temor de salir herido, o enrulado!... pero llegué a un
claro y hallé la cabaña del tío Tom. No me lo imaginaba así, con esos bigotes y
bermudas de playa, pero confieso que me resultó simpático su cantito tirolés al
abrirme la puerta.
-¡¡¡Holeleeeiiieeeiiiiee!!!
Holelé iiiiii iiii iiiii iiiii... –cabeza a un lado, cabeza al otro, como
comprensivo y feliz.
Cuando estaba por
entrar, creyéndome a salvo, penetré con la mirada aquella sala enrojecida por
las llamas y las brasas, y vi que los dos enanos se tornaban diabólicamente a
mirarme y giraban sus cabezas como roscas falseadas por el uso.
Brinqué hacia atrás los
tres escalones previamente subidos, luego adelante, luego atrás, luego adelante
y luego atrás. Y corrí. Corrí. Corrí. Corrí. Consideré que estando más liviano
podría hacerlo con mayor destreza, y entonces, viendo que los enanos se
detenían a ponerle aderezos a sus panchos, me quité los soquetes, el slip y mi
caro sutién de encaje francés antienanos que, ya era clarísimo a esa altura, no
había funcionado.
Cuando me incorporé,
pude sentir el piquito rozando mi nalga, casi como un débil ardor de merthiolate,
y entonces solo bastó una mirada a los fétidos dientes del enano mayor para
tomar impulso nuevamente y saltar al lomo de una vizcacha juvenil estacionada
en el área de las focas. Haciendo reversa y giro, como si me estuviese
esperando para salvarme, comenzó su esforzada carrera que duró 20 centímetros,
hasta que el enano más bajito me agarró de un brazo.
Todavía recuerdo su
cara de horror y desencanto cuando advirtió que yo era manco, por lo que previo
transbordo a una liebre patagónica gris perla full full, continué mi rauda
huida hasta Castelar, donde un amigo me esperaba para que continuara mi jugada
en el partido de ajedrez que habíamos comenzado ya mucho antes de que él
hubiese nacido. Una pena. Era un pésimo jugador. Temía decírselo porque a cada
dolor del alma se acrecentaba su joroba. Y las cejas le crecían más tupidas
aún, pero eso no daba tanto asco como su joroba.
Aferrado a las
orejas de la liebre, pensé que sería útil distraer a los enanos. Así que monté,
además de la vicuña y la liebre, una emboscada. Todo salía a la perfección: los
enanos bailaban frenéticamente alrededor de una enorme bola de espejos con dos
enanas vestidas de vinílico rojo, altas plataformas y peinados batidos a punto
nieve. Había salido baratísimo contratarlas, regalaban sus servicios por tener
complejo de altas. Nadie lo notó, excepto yo, que torné a ver lo que sucedía no
sin bajar antes a la liebre de mi lomo. Ella también estaba cansada.
En el kilómetro 25,
entrando ya a Rafael Calzada, pude observar cómo la enana menos fea engatusaba
al enano menos alto y le quitaba el rulero. Entre ellos se entienden. ¡Ojo!...,
son los menos. Y cuando por fin parecía que iba a adueñarse del piquito, no se
adueñó nada. Y punto. Porque los enanos son gente que no se anda con chiquitas.
Y fue entonces que
todo se derrumbó. La bola de espejos cayó. Los enanos estupefactos se miraron,
me miraron, se miraron, las miraron, nos miramos, sonreímos todos para la foto
y nos sacamos las caretas.
Ahora
me corrían Heidi y Pedrito. Olían a oveja muerta y tenían pediculosis. ¡Tuve
tanto miedo de que me contagiaran, o me cantaran!... pero salí a un enorme y
bullente río... y eso... “eso” es otra historia.
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