Travesani amaba los árboles. Los intuía de una belleza absoluta. Creció entre ellos. Los trepó. Los contempló. Contó miles y miles de números apoyado en su tronco en divertidas escondidas. Escribió su nombre y el de su amiga en él. Los meció. Los respiró. Venció tristezas sentado sobre sus raíces y esquivó enojos anidando sus ramas. Bebió sus olores veraniegos y se llenó los ojos de sus colores y formas.
Se preguntaba más de una vez cómo podía existir algo tan perfecto. Sus cavilaciones juveniles oscilaban entre los misterios de su desarrollo, sus virtudes y su sentido. ¿Cómo podía ese gigante generar vida para sí y para tantos otros al mismo tiempo? ¿Cómo pueden atravesar largos años, inclemencias, innumerables mutaciones y sin embargo, seguir de pie? ¿Por qué han llegado a nosotros; para qué? ¿Quién se esconde tras la firma de su misterio y perfección?
Con la edad y la llegada de los saberes doctos, los escrutó maravillándose con Fibonacci y se perdió enloquecido entre fractales. Desarrolló su interés con tanta profundidad que se propuso dedicar su vida a ello. Así, empezó por la Botánica, pero como le parecía que aún estaba lejos de develar sus misterios, redobló sus esfuerzos incursionando en la dendrología. Pasó algunos años con la cabeza entre los libros, respaldado por una pequeña ventana donde se recortaba un álamo y una hamaca. Pero no fue suficiente. Y se instaló, con su valija de dudas, en el umbral de la ciencia.
Un serio estudio de los árboles dentro de la comunidad científica le exigía, como buen investigador, más especialización. Creyó que sería buena idea, entonces, dejar de lado las “totalidades” pueriles, destinadas a los aprendices, e incursionar en el saber específico sobre las ramas. Y como aún le pareció un poco amplio, circunscribió sus búsquedas a las últimas terminales de ramas menores. Estudió durante años, entretenido. Sus actividades sociales mutaron en disertaciones sobre tipos de maderas, descamaciones y longitudes por especies. Se rodeó de colegas con estudios afines. Frascos, muestras y esquemas respaldaban ahora su saber. Y su soledad deshojada e invernal.
Pero la pertenencia le indicaba que había muchas cosas aún desconocidas y más especificidades por buscar. Conferencias por dar. Congresos por asistir. Proyectos en los que participar. Le pareció, entonces, que el campo de los tocones era un espacio excelente para desarrollarse. Se sumergió con elegancia en la disección pormenorizada de los tocones muertos, ramas secas que deja atrás la mala poda. Al cabo de unos años creyó hallar algunas respuestas, que bastante lejos estaban ya de sus primeros interrogantes juveniles, pero que muy bien le sentaban al sistema de administración y planeamiento de medio ambiente.
Cuando se convirtió en el Doctor Travesani supo que su conocimiento se volvería imprescindible. En su despacho elegantemente urbanizado, rodeado de muestras secas de ramas diversas, preparaba actividades de difusión científica. De vez en cuando, el cansancio lo detenía por unos instantes. Entonces abría un cajón y sacaba una foto. En ella, Travesani abrazaba a su abuelo debajo de un álamo. La sombra de las hojas los mostraba alunarados y en los ojos de ambos, un rayo de sol desnudaba la felicidad. Ya no recordaba los placeres de sentarse a su sombra, de ver la luz por entre sus hojas y adivinar el cielo. Por pensar día y noche en un trozo muerto de sus ramas, mirando siempre hacia arriba, se perdió los vericuetos de sus raíces rebeldes tendiendo rizomáticos puentes hacia afuera. También pasó por alto los nidos, el devenir sepia del otoño en su copa y el olor a verano de sus flores. Olvidó su belleza. Subestimó sus misterios.
Algunos minutos de nostalgia y café le alcanzaban para salir de su trance cotidiano y retomar su trabajo. Luego volvía a las planillas, los papeles, los libros que lo llevaron hasta allí, que sustentaron su saber y su renombre. Años de papeles y libros. Años de árboles muertos.
Al ser nombrado Doctor honoris causa, no pudo hacer otra cosa que seguir adelante con sus investigaciones, cada vez más específicas. Hablaba de detalles nimios que ya nadie comprendía. Enumeraba las virtudes de las capas de la madera, de las yemas, de los anillos, de los troncos fósiles. Dictaba seminarios. Monitoreaba proyectos de poda, de ramas normalizadas y sus recortes pertinentes. Hablaba de probabilidades y porcentajes. Era ante los ojos de toda la comunidad un sabio. Una eminencia.
Un especialista en pedacitos de madera seca.
Mientras tanto, desentendidos de la ciencia, los árboles seguían creciendo a montones. Muchos árboles se multiplicaban, bellos y misteriosos. Verdes. Frondosos y cambiantes.
Travesani, absorbido por sus ocupaciones y certezas, ya los había olvidado. Sin embargo, los árboles seguían allí. Como siempre, despertando preguntas. Seguían de pie. Generosos. Vivos.
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