Una enorme escalera que sale, puertas adentro, de una frente. Sí, enorme. Los escalones se multiplican en infinidad de líneas en el espacio y el tiempo. Se percibe, en la complejidad de una estructura flotante, las circularidades de los espirales. Todos los ascensos y los descensos, los descansos, los peldaños accesorios que conducen a otras escaleras, a otros mundos. Si alguien pudiese saber exactamente con qué velocidad crece esa escalera y sus bifurcaciones, no saldría de su estupefacción. Escaleras móviles e inciertas que se entremezclan, que suben y bajan en un mismo y único acto de tránsito lineal. Se está sobre y debajo al mismo tiempo, dentro y fuera, lejos y cerca, en pura confusión y certeza. Escaleras múltiples. Inabarcables.
En ella, equilibristas.
Saltan. Transitan peldaños endebles, sin alas ni trucos más que los pies. Cansados. Bailarines. Escalan en un brinco un escalón. Sorpresa. Saltan un hueco escondido en la arquitectura maravilla. No piden permiso, se cuelan en una pequeña escalera que crece hacia el vacío y vuelan, flexibles, veloces, despreocupados, hasta la cima de otra escalera que por allí pasa, subterránea, hundida.
Y caminantes.
Piensan el ascenso. Miden sus pasos exactos sin mirar el vacío. Anhelan las barandas que no existen. Observan hacia dónde. Meditan. Eligen con certeza mentirosa la dirección correcta y suben y bajan y transitan escaleras caracol, círculo, moebius, que los conducen a ningún lado. A ellos mismos.
También algunos niños.
Se esfuerzan con sus piernitas pequeñas y trepan peldaños enormes, majestuosos, descomunales, con paciencia, con ilusión, con entusiasmo genuino. Se asombran de boca bien abierta y siguen con sus ojitos los retorcidos senderos escalonados. Ríen. Se divierten. Sueñan con estar allí, o aquí, o en todos lados. Y pegan sus rodillas afanosamente a los bordes y disfrutan... y suben otro escalón. Uno más de un enorme juego.
Entre ellos, mujeres.
Delicadas, estiran sus piernas, bajan con presteza sus blancos pies que pisan casi como sobre nubes. Se mueven zigzagueantes hacia algo, suponiendo un dónde, enigmáticas, ensimismadas en su tránsito solitario. Se las ve, femeninas, atravesar escaleras colgantes, anchas, inaccesibles. Sonríen, embelesadas ante tantos peldaños. Suspiran aliviadas de saber que nunca llegarán a ninguna parte y que su camino es bellamente incierto e infinito.
Y hombres.
Recorren a paso lento los devenires espiralados. Se los ve con el ceño confuso pues suben cuando bajan y culminan la escalera cuando en verdad otra han comenzado. Escaleras que parten hacia puntos indefinidos de la extraña estructura. Y en la avidez del transitar, se los ve correr a veces sin rumbo, peldaño tras peldaño, con la errada creencia de que saben exactamente hacia dónde van.
En este fastuoso escenario de andamios infinitos y espirales enigmáticos, de escaleras inciertas que crecen y se expanden casi mágicamente, sitiada por un aire quieto, inmóvil... en este espacio plural de cuerpos que circulan y se confunden entre líneas y círculos y trayectos esquivos... en este espacio inexplicable, una frente que se abisma.
Una frente que se abisma y cae. Cae...
Cae irremediablemente.
Cae. Derrumbada. Abrumada. Enrarecida.
Cae.
Enajenada.
¿Enloquecida?
(Ilustración: "Escaleras mentales", lápiz)
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