domingo, 10 de noviembre de 2013

MASCULINOfemenino

Una joven adolescente sube un puente peatonal[1]. Se cruza con dos hombres jóvenes. No me pregunté qué iba a pasar. Lo sabía. Los hombres impusieron su cuerpo en el espacio por el que circulaba la chica, estrechándole el paso. Ella bajó la cabeza instantáneamente. Continuó su paso apurada mientras ellos giraban la cabeza, penetrándola con la mirada.
Una perra caminaba por el cordón de la vereda, tranquila. Un perro pequeño se le acerca al trote y comienza a seguirla. La perra apura el paso. El perro se apura aún más y la encierra contra la pared. Instantáneamente la perra mete su rabo entre las piernas, protegiéndose, y apura el paso. Pero al llegar a la esquina un perro mucho más grande corrió tras ella. El pequeño desistió. El grande no. La perra corrió todo lo que pudo, con el rabo entre las piernas.
No hace falta establecer ninguna analogía. Hay algo en la naturaleza que parece imponerse a la voluntad racional. Hay algo en nuestra cultura que parece haberse encarnado como “lo natural”: los que imponen el cuerpo, los que bajan la cabeza.
¿Igualdad?
Bajar la cabeza. Esconder la cola. Cruzar de vereda. Cerrarse el abrigo. Apretar los labios. Apurar el paso.  
Tal vez nos falte entender eso de que el cuerpo es solo una materialidad que nos fue dada por azar (o genética) y que la única diferencia válida tiene que ver con lo que cada género pueda aportar para la reproducción (con todo lo cuestionable que me parece esta idea). Lo demás es del orden de la construcción. En este caso, de la violencia, del abuso, del sometimiento, de la fuerza, de la imposición. Somos el producto de una cultura “machista” (en su acepción de “macho”) que gobernó y configuró (verbos que perfectamente podemos conjugar en presente) nuestras subjetividades. Intentamos ir contra siglos de historia. Y claramente no hemos dado los primeros verdaderos pasos.
Podría decir que no hubiese querido nacer mujer. Pero es que tampoco hubiese querido nacer hombre. Nací humana. Mi sexo, mi sexualidad, son una anécdota que solo debiera importarme a mí y a quien me elija en reciprocidad.
Me entristece saberme un objeto para otros. Un cuerpo. Lo que es peor: un sexo. Soy tantas cosas infinitas más. Somos tantas cosas.
“Violencia de género”. “Femicidio”. “Igualdad de derechos”. “Liberación femenina”. Nada de esto debería importarnos si aprendiéramos a trascendernos. Me entristece profundamente ver cuántos/cuántas se quedan solo en la superficie, en la cáscara, y lo que es peor, hacen culto de ella.
Dos situaciones en menos de quince minutos me hicieron pensar en los siglos que todavía nos faltan para ser un poco menos estúpidos.




[1] Seguro la pregunta de algunos será: “¿Pero cómo iba vestida?”, como si un pantalón un poco más o menos ajustado, pongamos por caso, fuera válido como justificación de la acción subsiguiente.

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