Una joven
adolescente sube un puente peatonal[1]. Se
cruza con dos hombres jóvenes. No me pregunté qué iba a pasar. Lo sabía. Los
hombres impusieron su cuerpo en el espacio por el que circulaba la chica,
estrechándole el paso. Ella bajó la cabeza instantáneamente. Continuó su paso
apurada mientras ellos giraban la cabeza, penetrándola con la mirada.
Una perra
caminaba por el cordón de la vereda, tranquila. Un perro pequeño se le acerca
al trote y comienza a seguirla. La perra apura el paso. El perro se apura aún
más y la encierra contra la pared. Instantáneamente la perra mete su rabo entre
las piernas, protegiéndose, y apura el paso. Pero al llegar a la esquina un
perro mucho más grande corrió tras ella. El pequeño desistió. El grande no. La
perra corrió todo lo que pudo, con el rabo entre las piernas.
No hace falta
establecer ninguna analogía. Hay algo en la naturaleza que parece imponerse a
la voluntad racional. Hay algo en nuestra cultura que parece haberse encarnado
como “lo natural”: los que imponen el cuerpo, los que bajan la cabeza.
¿Igualdad?
Bajar la
cabeza. Esconder la cola. Cruzar de vereda. Cerrarse el abrigo. Apretar los
labios. Apurar el paso.
Tal vez nos
falte entender eso de que el cuerpo es solo una materialidad que nos fue dada
por azar (o genética) y que la única diferencia válida tiene que ver con lo que
cada género pueda aportar para la reproducción (con todo lo cuestionable que me
parece esta idea). Lo demás es del orden de la construcción. En este caso, de
la violencia, del abuso, del sometimiento, de la fuerza, de la imposición.
Somos el producto de una cultura “machista” (en su acepción de “macho”) que
gobernó y configuró (verbos que perfectamente podemos conjugar en presente) nuestras
subjetividades. Intentamos ir contra siglos de historia. Y claramente no hemos
dado los primeros verdaderos pasos.
Podría decir
que no hubiese querido nacer mujer. Pero es que tampoco hubiese querido nacer
hombre. Nací humana. Mi sexo, mi sexualidad, son una anécdota que solo debiera
importarme a mí y a quien me elija en reciprocidad.
Me entristece
saberme un objeto para otros. Un cuerpo. Lo que es peor: un sexo. Soy tantas
cosas infinitas más. Somos tantas cosas.
“Violencia de
género”. “Femicidio”. “Igualdad de derechos”. “Liberación femenina”. Nada de
esto debería importarnos si aprendiéramos a trascendernos. Me entristece
profundamente ver cuántos/cuántas se quedan solo en la superficie, en la
cáscara, y lo que es peor, hacen culto de ella.
Dos
situaciones en menos de quince minutos me hicieron pensar en los siglos que todavía
nos faltan para ser un poco menos estúpidos.
[1]
Seguro la pregunta de algunos será: “¿Pero cómo iba vestida?”, como si un
pantalón un poco más o menos ajustado, pongamos por caso, fuera válido como
justificación de la acción subsiguiente.
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