
Y
entonces me planto así, encorvada ante la hoja, acaracolada, mirándome mi
propio ombligo, o mi pecho, pensando. Así empiezan a brotar las palabras... todas chiquitas,
apocadas, tímidas, tratando de encontrar un curso. Cito: “la herida y la huella
coinciden en el surco”. ¿Coincidirán el dolor y su expresión en la escritura?
Y
pensaba, de repente, en un plumero sanador. Un plumero literal, o metafórico,
como más guste, que removiera todo resto de tristeza, de angustia, que volatilizara, que hiciera desaparecer el dolor, y ya, sin más. Plumerearse el alma.
Quizás sería el mejor éxito comercial de los últimos siglos.
El
dolor sordo, o más bien mudo, es como querer desatar un nudo que está atado
demasiado fuerte. Como hundirse a pesar del braceo constante, que desparrama
agua y hace bullicio, pero que no nos saca a flote, sino todo lo contrario.
Glu-glu. Toser el agua que se nos atraviesa en la garganta. “Llorarlo todo,
pero llorarlo bien”, rezaba Oliverio.
Sí, es
eso. Escribir es como desatar un nudo. Uno empieza a estirar y estirar del
piolín-palabra y entonces empiezan a salir, y se traban un poco, pero luego uno
tironea racionalmente sobre uno de los lados y el nudo cede un poco más y
así.... y seguimos estirando y una vueltita y ¡plac!: nudo desatado. Y el nudo
que apretaba se hace cuerdatexto, y está liso, hacia adelante, hecho línea en el
papel, ex nudo en toda su extensión. Eso no quiere decir que se haya vuelto
comprensible su material, no. No, no. Eso es otra cosa. Solo somos
desanudadores, unos pobres infelices de las palabras. No más. La comprensión de
todo otro tipo de fenómeno que no sea un nudo nos está vedada.
Eso.
Quién sabe.
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