miércoles, 22 de enero de 2014

Epistolaridad I


Escribir cartas: Un diálogo con los fantasmas

La escritura de cartas es una práctica antiquísima. Los egipcios, los griegos, los romanos entendían muy bien su potencialidad: comunicarse con el otro sorteando las barreras del tiempo y del espacio.
En la actualidad nos resultan cercanas otras formas, distintas, parientes lejanos de aquellas primeras cartas en tablillas para los antiguos, en pergaminos, en rollos  y en papel  para los modernos. Ellas son hijas de la revolución tecnológica, quien nos hereda nuevos soportes, más rápidos, más efectivos en acortar tiempos y espacios, aunque, a mi gusto, menos pintorescos. El e-mail, el “mensaje de Facebook” lo atestiguan. Pero ¿qué tienen en común estos formatos para poder emparentarlos? Y mejor aún, ¿qué hace que este género perviva en el tiempo?
La carta (misiva, epístola, esquela) está configurada según Nora Bouvet[1] a partir de una matriz epistolar. Esta matriz es más bien un espacio móvil que se debate en ciertas tensiones: Presencia-ausencia; Público-privado/secreto; Continuidad de espacio tiempo; Envío-desvío. Estas categorías habilitan una enorme gama posible en la escritura de las misivas. Pero hay algo que la marca inexorablemente: la carta se escribe en la ausencia del otro. Sin ausencia, no hay epístola.
Decía Kafka: “Es en efecto una conversación con fantasmas (y para peor no solo con el fantasma del destinatario, sino también con el del remitente) que se desarrolla entre líneas en la carta que uno escribe, o aun en una serie de cartas, donde cada una corrobora la otra y puede parecerse a ella como testigo”[2]. Conversar con la ausencia del otro pareciera a simple vista algo poco ventajoso. Uno estaría tentado de considerar que se escribe porque estamos imposibilitados de tener al otro cara a cara. Un lastimero parche para un agujero enorme. Pongamos la lupa en esto.
En el proceso de escritura, el escribiente está solo. Podríamos suponer entonces que el discurso se hermana casi (aunque sabemos que el pudor —y el sostener la ficción— no siempre lo permiten) con el fluir de la conciencia. Al remitente le nacen palabras desnudas que corren sin mediaciones a los ojos del otro. Pero esto está bastante lejos del verdadero proceso. La ausencia del otro nos permite explayarnos, sí, pero también construirnos. La escritura crea una nueva imagen, un nuevo cuerpo (textual) que se tiene el tiempo de meditar, recortar, rehacer y estetizar. Le muestro al destinatario, en mi carta, lo que quiero que vea de mí. Ventaja que no tenemos si lo convivial nos acecha (¡Cuánto supo de esto el mismo Kafka demorando por escrito el encuentro con sus amantes!).
Por otro lado, el destinatario ausente es construido por el escribiente a su medida. Se transforma en un otro perfecto: es quien entenderá nuestro discurso, quien nos dedicará el tiempo necesario a nuestras inquietudes y, sobre todo, el que jamás interrumpirá cuando se está hablando. Excelente punto a tener en cuenta para los habladores enfervorizados. Pero además, ese otro construido, durante el proceso de escritura deja de alguna manera su condición de ausente para presentificarse en la voz que dialoga silenciosamente con el remitente, en el recuerdo, en la evocación. Lejos pero cerca. La escritura de sí “mitiga los peligros de la soledad”[3], explica Foucault. “Porque te tengo y no/ Porque te pienso”[4], escribía Benedetti.
Como vemos, la ausencia, está claro, tiene su germen de maravilla. Es un espacio para la idealización: somos quienes queremos (ser) mostrarnos; el otro es quien yo quiero que sea. Aquí, la realidad pende de un hilo, ese hilo que tiene que ver con el pacto de que lo que se cuenta es del orden de la verdad, además de instaurar pragmáticamente una conexión con el otro, que siempre tiene como contracara la existencia de una posible respuesta.  Lo demás es ficción. Y no porque lo que se diga en la carta no sea real, o sentido o pensado, sino porque lo imaginario atraviesa los roles del remitente y destinatario, y se filtra en el lenguaje mismo: lo que se escribe, lo que se interpreta. La ficción se posa como el pájaro azul en la rama y nos permite desplegar un poco de belleza y fantasía entre tanta realidad.
Me preguntaba, entonces, por qué este género continúa siendo una práctica viva. Tal vez porque además de su capacidad comunicativa, nos permite un espacio en soledad para pensarnos y pensar al otro, a nuestro ritmo. Un ritmo más lento y reflexivo de lo  que la oralidad/presencialidad nos demanda, sobre todo en estos tiempos vertiginosos que corren. Y si a esto le sumamos que en ese espacio se habilita además la ficción; que puedo construir lo que deseo y hasta “volverlo más bello”, entonces la práctica se vuelve doblemente prometedora.
Aunque Kafka lo haya padecido (un padecimiento dulce, claro), conversar con fantasmas no está tan mal después de todo.


[1] Bouvet, Nora (2006). La escritura epistolar, Buenos Aires: Eudeba.
[2] Kafka, Franz (2000). Cartas a Milena, Madrid: Alianza.
[3] Foucault, Michele (1983). “La escritura de sí”, en Cuerpos escritos, n°5, págs.. 3-23.
[4] Benedetti, Mario (1997). “Corazón coraza”, en Corazón coraza y otros poemas, Buenos Aires: Planeta.

No hay comentarios:

Publicar un comentario