Fue relativamente sencillo. Abrió la puerta y se paró en una esquina. Esperó. No supo bien de dónde pero apareció, y ahí nomás: ¡aúpa! Levantó sin preámbulo a una vieja que venía de comprar el pan en pantuflas.
Lo desconcertante no fue la acción en sí, sino la cara de la viejita. Los ojos grandes, las mandíbulas abiertas, los pómulos saltones y los postizos traicioneros, saltando del susto, como cajón tintineante de registradora.
No repararemos en obviedades esperables del estilo de “¡¿Qué hacés querido?!”, “¡Polícía!”, “¡Ay Dios mío, Pedro, salvame!”, que se escuchaban en cada ocasión; nos interesa comentar que esta ocupación se hizo costumbre para nuestro joven, quien dedicaba varias de sus horas matinales a levantar ancianas en una esquina.
Al principio las tomaba por sorpresa, salía de atrás de un árbol y flexionando las rodillas elevaba a las ex muchachas, dándoles una vueltita del propio impulso y despeinándole los jopos con el repentino movimiento. Así, cada mañana, un promedio de 15 a 30 viejas eran sacudidas por la emoción de un “aupita” rejuvenecedor al retirarse de la carnicería, volver del cardiólogo o al visitar a una vecina.
Pero con el tiempo, permanecer siempre en la misma coordenada transformó el hobbi de nuestro protagonista en una tarea predecible y hasta indeseada. Y no porque no le gustara levantar ancianitas que revoleaban contentas las patas, no, no, simplemente porque, con el correr del tiempo, las viejas se abusaban.
En los días de lluvia, por ejemplo, nuestro joven tenía largas colas de voluntarias que aprovechaban la ocasión para que alguien las cruzara del otro lado de la calle sin perder las ojotas en la corriente del agua. Por el contrario, cuando el clima era bueno, se les daba por ir a pasear en grupo y hasta le exigían al levantancianas que redoblara sus esfuerzos: “¡O todas o ninguna!”, clamaban a grito pelado, obligando al pobre muchacho a cargarse una vieja en cada hombro y darles la vuelta a la manzana, mientras las otras esperaban su turno.
Es de suponer que en estas condiciones la tarea del joven no duró mucho. Un domingo al mediodía, un contingente de jubiladas de Remedios de Escalada que salía de misa se aventuró a la esquina del levantancianas para probar suerte. Cuarenta y tres viejas emocionadas corrían en tropel, con los brazos abiertos y las polleras flameantes al encuentro del pobre joven quien, sin pensarlo un momento, se echó a correr por Rosales con los ojos desorbitados y un rulero asesino clavado en la nuca, arma en apariencia inofensiva que alguna jovata le lanzó al ver que su sueño se esfumaba.
Nunca más se lo vio en la esquina. En el barrio se comenta que ahora levanta niños disfrazado de Barney en una famosa esquina de Capital Federal… ¡Y claro, pesan mucho menos!, y se saca fotos con ellos y sus madres, resistiendo, tal vez, la terrible tentación de auparlas.
Las ancianas han intentado restablecer el orden contratando a varios jóvenes que siguieran con su legado, pero fue inútil: a la segunda vieja, ya estaban protestando y renunciaban, sin más, dejándolas con las rodillas dobladas y la cara de desilusión a medio hacer. Nada era lo mismo.
Ahora, las gerontas del barrio se juntan a tomar mate y recordar los tiempos dorados de aúpas y chancletas al viento. Llevan en sus miradas el deseo incumplido. Mientras tanto, como una venganza secreta de universo, los jóvenes pasan por las esquinas, con las manos en los bolsillos, esquivando ancianitas como postes para no interponerse en su camino.
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