Era grande, como su
furia. Como su frustración. Bastaba que una nimiedad agitara su
humor, para que el botón invisible de la ira se pulsara. No entendía
por qué. Tampoco se lo preguntaba. Esa mañana fue una mancha de
café, o un tropezón, daba igual y no lo recordaba.
Su mano se levantó
impetuosa, arrebatada.
Y entonces, no importó
el tamaño, ni el lazo, ni el afecto siempre roto, ni la implorante
mirada.
“No me pegues, mamá”,
alcanzó a oír, bajo el plomo de la cachetada.
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