Uno más.
Uno más entre el montón. Como antes, cuando su rostro todavía era el mismo
que el de miles. Uno más de quienes no horadan el aire, ni encienden
las chispas de los ojos.
Era una
pena. Porque pensó, por un momento, que iba a elevarse siempre como
pluma por sobre sus pasos. Que ya no habría nunca más un peregrinar
de hombres grises. Pero un
día, así como se recortó del caos cotidiano, así también se
fundió de nuevo en él con la informe y aburrida bruma de las obligaciones. Sin avisar. Porque sí. Imperceptiblemente.
Uno más.
Ahora era uno más. Lo miró
de soslayo a contrasol, sentado al borde la cama. Y era una pena.
Uno más.
Ya no lo amaba.
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