Miró sus zapatos.
Los vio despegarse, abrirse como una boca grande en carcajada. Sus
deditos flacos sintieron sobre sí la lluvia hiriente. Papá había
dicho que los cuidara, que por algunos meses no habría zapatos
nuevos; no podría haber
zapatos nuevos. Por eso el peso del mundo se le cayó encima.
Arrastró los pies hasta llegar a casa, más por el plomo de la culpa
que por el dificultoso chancletear de los zapatos.
Sentado a la magra mesa, papá lo vio llegar. En silencio, miró sus pies enlutados. Y no fue el golpe, sino el abrazo, el que hizo que ambos lloraran largamente entrelazados, por la pobreza, por el otro.
Sentado a la magra mesa, papá lo vio llegar. En silencio, miró sus pies enlutados. Y no fue el golpe, sino el abrazo, el que hizo que ambos lloraran largamente entrelazados, por la pobreza, por el otro.
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