No sé cuánto tiempo se podría permanecer así, entre todos estos libros y tapas recargadas. En algún momento, confieso, que hasta constituyó para mí un verdadero placer aquel yacer bajo el peso de quién sabe cuántas palabras. Infinidades. Multitudes enérgicas, cuidadas, pensadas palabras.
La habitación no era pequeña. Tampoco modesta. Era simplemente una habitación, con libros. No recuerdo ya los primeros, pero recuerdo entre las primeras sensaciones unas novelas de amor, suaves, de lomos ajados y hojas verdiamarillentas. Ni siquiera recuerdo el nombre de su autora, que sin duda era mujer. Tal vez. Luego vinieron tantos otros que borraron sus endebles huellas. El amor no era algo digno de recordación y otras angustias ganaron en su peso.
La mejor mañana había sido cuando se posaron sobre la pila dos novelas de Kafka. Sentí el peso casi doble de esos libros producido por el increíble y asfixiante señor K que moría como un perro. En ese entonces podía ver todavía. Mi visión no era de largo alcance pero me permitía recorrer la belleza genuina de algunos lomos labrados y de imágenes rutilantes y vagas. A Gregorio y a Joseph se sumaron otros que empezaron a presionar mi abdomen. Nada preocupante.
No era claro quién depositaba los libros. Una vez fue un aroma de mujer. No eran muchos pero pesaban terriblemente. Tal vez Stendhal, o Balzac, o ambos. Reconocí con seguridad a Dostoievski. Se depositó a la altura del pecho, que ya había sido hundido antes por algunos otros de melancolías urbanas. Había cierto placer en la sensación que producía el peso. El cuerpo no concibe la existencia de lo que no siente. Su peso era la confirmación de que estaban allí, aunque no fuera yo quien los trajera.
Con el tiempo, a medida que la pila del pecho crecía, se igualaba con la que desbordaba ya sobre mi estómago, quien no era para mí más que un vago recuerdo. Y como Dostoievski, otros quedan dormidos debajo de nuevos ejemplares y autores. También crecían de forma sorprendente aquellos que yacían a mis laterales, prolijos, alzados como torres, estrechándome el movimiento de los brazos que inevitablemente se acomodaban inanimados sobre mi torso invisible.
El primero que no pudo obedecer al orden creo recordar que fue el Quijote. Era demasiado grande y como todavía podía moverme, aunque de forma larvaria, pero moverme al fin, se desacomodó comenzando un proceso de azarosos y fortuitos contactos entre ellos. Así, posteriormente el Quijote fue rozado, penetrado y hasta vejado por un bellísimo ejemplar de la Ilíada y otro de la Eneida que habían empezado a formar parte de la pila con unos pocos meses de diferencia.
Meses… qué absurdo resulta hablar de tiempos cuando el olvido y el peso atraviesan un cuerpo. Cuerpo que había dejado casi de sentir para ese entonces. Una vez, durante uno de los depósitos, me sobresaltó el roce sutil de un pie que se detuvo junto al mío. En aquel momento todavía no los tenía cubiertos. Estar libres de peso les conservaba lo que el resto del cuerpo no sólo había perdido, sino ya olvidado: la sensibilidad táctil. Inmediatamente después de ese episodio, mis pies desaparecieron bajo una serie de innumerables volúmenes de Sartre. Ya no volví a sentirlos. Ni a mis pies, ni a los otros.
De vez en cuando venía a mí un aliento familiar. Ese solía traer libros que depositaba sobre la pila de una manera especial. Dejó sobre mis hombros dos novelas de Roberto Arlt: Los siete locos en el derecho, Los Lanzallamas en el izquierdo. Él mismo fue quien puso el primer libro sobre mi cabeza. Percibí tan cerca su aliento en aquella oportunidad que por un momento recordé que alguna vez había tenido el impulso de moverme, de abrazar. Inauguró esa parte de la pila Marechal. Adán Buenosayres pesaba casi tanto como Joseph, aunque se dijese una pluma. Los que vinieron después no los recuerdo exactamente, porque tuve que poner mi atención en aprender a respirar en forma pausada para no ahogarme.
Muy rápidamente aprendí a vivir con eso. Facilitó el proceso el hecho de que los depósitos subsiguientes fuesen nuevamente sobre los pies y no sobre mi cabeza, lo que me llevó a pensar por un fugaz momento que los depositantes sabían perfectamente lo que hacían. Me dio pena cuando algunos volúmenes que supe sartreanos quedaron relegados por los sinsentidos beckettianos. Me acostumbré. Había pasado tantas veces que ya concebía como natural ese desplazamiento constante y regular hacia el olvido. Era un derrotero irreversible. Iban desapareciendo de mi memoria como la misma noción del tiempo. Sutilmente, como una metáfora secreta, extrañamente la abstracción se subyugaba ante la materialidad. Olvidaba nombres, ideas, palabras. Los libros ya no eran libros. Sólo quedaba su peso.
Dante ardía sobre mis entrañas, Cortázar pujaba sobre mi boca, y Borges se me clavaba en los ojos. Ese placer del peso, en un momento que no podría nombrar, se transformó en violencia. Notaba cómo los libros se apretaban entre sí y contra mi cuerpo. Eran tantos ya, tan alta la pila, tantos los nombres, tanto el desorden y la multiplicidad que los nuevos llegaban caóticos a desafiar al resto, a tirarse y aplastarse contra ellos, insolentes, temerosos tal vez de no permanecer sobre la pila y quedar relegados a un costado.
Así, Gombrowicz se aferraba con violencia, en cantidades, desplazando a Ocampo que caía en un viaje olvidado de esa torre de Babel, donde todo era lucha entre cuerpos incorpóreos que se debatía, precisamente, sobre mi cuerpo aplastado y relegado por esas millonadas de papel. Sin más, Macbeth destronaba a Hamlet, La insoportable levedad del ser escalaba triunfante por sobre Del amor, y una Guía de pecadores coronaba con su peso lo que alguna vez Adán había comenzado.
No sé bien cuándo sucedió, pero casi no podía respirar. Los libros eran ya arrojados con descaro y desinterés desde la puerta de la habitación, aunque no estoy muy seguro, porque se borró en mí, casi desde un comienzo, la noción del espacio. El placer del peso había desaparecido. Ahora era dolor. Por lo menos volví a sentir algo, aunque, en realidad, no estoy seguro de que fuese dolor. Se trata de una sensación larga, aletargada, abrumadora. El peso me inmovilizó por completo y trastocó mis miembros en algo deforme.
Imposible saber hasta cuándo se puede prolongar esta situación. Tampoco me importa. Nunca pensé en salirme, o tal vez sí, pero ya era tarde y me acostumbré a los libros. O más bien al peso, al dolor. Quizás por eso espero nuevos libros. Por costumbre. Porque en ese fugaz momento en que toman contacto con la pila, un nuevo peso se agrega, y entonces siento esa presencia. Aunque luego se diluya en un todo amorfo… pero es presencia. Presencia y peso. Ese peso, tal vez, me recuerda mi existencia.
Sí, debe ser por costumbre.
O por temor a que su ausencia signifique dejar de respirar.
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