viernes, 31 de octubre de 2014

Las cartas que nunca llegarán

Este es el rojo buzón de las cartas que nunca jamás llegarán”1, dice Alejandro Dolina. Pero también hay cajones, armarios y escritorios que guardan cartas que han sido escritas y jamás enviadas a sus destinatarios. El destino efectivo de estas cartas se torna incierto: serán destruidas, releídas celosamente, o quizás seguirán durmiendo en el silencio del encierro. Quién sabe. El caso es: ¿por qué escribir si no vamos a enviar?, y ¿por qué no enviar si hemos escrito?

A simple vista, pareciera lo mismo, pero no lo es. No escribimos cartas solamente con la intención de enviarlas. Ramón Gómez de la Serna2, por ejemplo, escribía cartas que dirigía a Ramón, es decir, a él mismo, acerca de los grandes problemas que lo aquejaban y su dificultad para asirlos: “Te elegí para crear un epistolario maestro en confidencias, y no acaban de salirme las que yo esperaba que nos aclarasen la vida”, se dice a sí mismo. La escritura para sí implicaba (igual que para todo el que se escriba a sí mismo) un profundo trabajo con la propia conciencia. En el proceso del yo en construcción, la escritura puede ser una poderosa herramienta clarificadora. Un buen ejercicio de autoconocimiento, de construcción de nuestra propia moralidad, pensaría Séneca.

En esta sintonía es necesario pensar en el efecto catártico de la escritura, y en la enorme cantidad de líneas que se han escrito pensando en un otro solo para reivindicarse uno mismo. Cuántos enojos, reclamos de amores truncos, llamados de atención persisten encerrados en cartas no enviadas. Es que escribir algo que no enviaré, pone al otro no en el lugar de un destinatario real, sino en el lugar del testigo de mi propio acto salvador. La palabra epistolar nos quita un enorme peso de encima, aclara, blanquea ante la propia conciencia y ante la imagen que tenemos del otro (destinatario), aquello que nos tortura y que debemos exorcizar. Se trata entonces, no de decirle al otro tal o cual cosa, sino de decírmelo a mí mismo.

Pero cuando escribo pensando efectivamente en el otro y en el envío, mi acto solitario de conciencia termina al poner el punto final y la firma. Escribir, materializar lo que pensamos o sentimos es hacerse cargo de su existencia. Allí, fuera de la conciencia, ante la posible mirada real del otro, nace la vergüenza, el miedo al rechazo, el miedo al juicio, el orgullo. ¿Estoy dispuesto a exponerme, desnudarme inerme, ante el otro? El acto de enviar la carta se transforma en una reafirmación o no de mi subjetividad. Franz Kafka escribió una carta a su padre, con la intención de acortar la distancia entre ellos, pero realizándole una dura crítica sobre el trato y la crianza que este le había proporcionado: “No hace mucho me preguntaste por qué yo afirmaba que te temía. Como es habitual, no supe qué decir, en parte por ese miedo y en parte porque la fundamentación de ese temor necesita demasiados detalles como para que yo pueda exponerlos en una conversación. Aún ahora, mientras te escribo, sé que el resultado ha de ser imperfecto, porque el temor coarta y porque la dimensión del tema supera en gran medida mi memoria y mi entendimiento”3. Su primera intención fue enviarla, y entrega esta carta a su madre para que se la haga llegar al padre. Pero días después, ella se la devuelve. Y la carta, finalmente, nunca llegó a su destinatario. Kafka la conservó consigo hasta su muerte. Un envío trunco en el que no quiso perseverar.

En fin, la caminata al correo, el dedo presionando “enviar” nos devuelve a una dimensión que ya no es ideal (ficcional), sino real y concreta. Esto tiene, claro, efecto pragmático sobre la realidad. El envío significa la clausura de un espacio lúdico e íntimo, “seguro”, dentro de mi propio control, para volverlo compartido y real, “amenazante”, donde la posibilidad de recepción positiva se reduce tan solo a la mitad. Tras el envío de la carta pueden rechazarme, odiarme, despreciarme, difamarme o retirarme la palabra para siempre. ¿Cuán dispuesto estoy a asumir esos riesgos?

¿Enviar o no enviar?, rezaría nuestro Hamlet interior. Enviar una carta es cambiar un estado de las cosas, operar sobre los otros. No enviar es operar solo sobre mí mismo y mi propia conciencia. La cartas que nunca llegarán trabajarán sobre nuestro yo, o indicarán, en su defecto, aquello en lo que es necesario seguir trabajando. Por eso, siempre es una buena idea llenar algún espacio libre dentro del cajón.

1Dolina, Alejandro (1998). Lo que me costó el amor de Laura. Opereta criolla, Buenos Aires: Planeta.
2Gómez de la Serna, Ramón (1959). Cartas a mí mismo, Barcelona: Editorial AHR.
3Kafka, Franz (1995). Carta al padre, Barcelona: Bruguera.

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