“Este
es el rojo buzón de las cartas que nunca jamás llegarán”1,
dice Alejandro Dolina. Pero también hay cajones, armarios y
escritorios que guardan cartas que han sido escritas y jamás
enviadas a sus destinatarios. El
destino efectivo de estas cartas se torna incierto: serán
destruidas, releídas celosamente, o quizás seguirán durmiendo en
el silencio del encierro. Quién sabe. El caso es: ¿por qué
escribir si no vamos a enviar?, y ¿por qué no enviar si hemos
escrito?
A
simple vista, pareciera lo mismo, pero no lo es. No escribimos cartas solamente con la intención de enviarlas. Ramón Gómez de la Serna2,
por ejemplo, escribía cartas que dirigía a Ramón, es decir, a él
mismo, acerca de los grandes problemas que lo aquejaban y su
dificultad para asirlos: “Te elegí para crear un epistolario
maestro en confidencias, y no acaban de salirme las que yo esperaba
que nos aclarasen la vida”, se dice a sí mismo. La escritura para
sí implicaba (igual que para todo el que se escriba a sí mismo) un
profundo trabajo con la propia conciencia. En el proceso del yo en
construcción, la escritura puede ser una poderosa herramienta
clarificadora. Un buen ejercicio de autoconocimiento, de construcción
de nuestra propia moralidad, pensaría Séneca.
En esta sintonía
es necesario pensar en el efecto catártico de la escritura, y en la
enorme cantidad de líneas que se han escrito pensando en un otro
solo para reivindicarse uno mismo. Cuántos enojos, reclamos de
amores truncos, llamados de atención persisten encerrados en cartas
no enviadas. Es que escribir algo que no enviaré, pone al otro no en
el lugar de un destinatario real, sino en el lugar del testigo de mi
propio acto salvador. La palabra epistolar nos quita un enorme peso
de encima, aclara, blanquea ante la propia conciencia y ante la
imagen que tenemos del otro (destinatario), aquello que nos tortura y
que debemos exorcizar. Se trata entonces, no de decirle al otro tal
o cual cosa, sino de decírmelo a mí mismo.
Pero
cuando escribo pensando efectivamente en el otro y en el envío, mi
acto solitario de conciencia termina al poner el punto final y la
firma. Escribir, materializar lo que pensamos o sentimos es hacerse
cargo de su existencia. Allí, fuera de la conciencia, ante la
posible mirada real del otro, nace la vergüenza, el miedo al
rechazo, el miedo al juicio, el orgullo. ¿Estoy dispuesto a
exponerme, desnudarme inerme, ante el otro? El acto de enviar la
carta se transforma en una reafirmación o no de mi subjetividad.
Franz Kafka escribió una carta a su padre, con la intención de
acortar la distancia entre ellos, pero realizándole una dura crítica
sobre el trato y la crianza que este le había proporcionado: “No
hace mucho me preguntaste por qué yo afirmaba que te temía. Como es
habitual, no supe qué decir, en parte por ese miedo y en parte
porque la fundamentación de ese temor necesita demasiados detalles
como para que yo pueda exponerlos en una conversación. Aún ahora,
mientras te escribo, sé que el resultado ha de ser imperfecto,
porque el temor coarta y porque la dimensión del tema supera en gran
medida mi memoria y mi entendimiento”3.
Su primera intención fue enviarla, y entrega esta carta a su madre
para que se la haga llegar al padre. Pero días después, ella se la
devuelve. Y la carta, finalmente, nunca llegó a su destinatario.
Kafka la conservó consigo hasta su muerte. Un envío trunco en el
que no quiso perseverar.
En fin, la
caminata al correo, el dedo presionando “enviar” nos devuelve a
una dimensión que ya no es ideal (ficcional), sino real y concreta.
Esto tiene, claro, efecto pragmático sobre la realidad. El envío
significa la clausura de un espacio lúdico e íntimo, “seguro”,
dentro de mi propio control, para volverlo compartido y real,
“amenazante”, donde la posibilidad de recepción positiva se
reduce tan solo a la mitad. Tras el envío de la carta pueden
rechazarme, odiarme, despreciarme, difamarme o retirarme la palabra
para siempre. ¿Cuán dispuesto estoy a asumir esos riesgos?
¿Enviar o no
enviar?, rezaría nuestro Hamlet interior. Enviar una carta es
cambiar un estado de las cosas, operar sobre los otros. No enviar es
operar solo sobre mí mismo y mi propia conciencia. La cartas que
nunca llegarán trabajarán sobre nuestro yo, o indicarán, en su
defecto, aquello en lo que es necesario seguir trabajando. Por eso,
siempre es una buena idea llenar algún espacio libre dentro del
cajón.
1Dolina,
Alejandro (1998). Lo que me costó el amor de Laura. Opereta
criolla, Buenos Aires: Planeta.
2Gómez
de la Serna, Ramón (1959). Cartas a mí mismo,
Barcelona: Editorial AHR.
Hermoso. Yo soy de los que envian, con tiempo; pero envío.
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