jueves, 1 de septiembre de 2016

Arte, teatro y política: Rousseau y la Carta a D'Alembert


I. A modo de introducción: teatro y política
Entre medio de los dos textos fundamentales de Jean-Jacques Rousseau, Discurso sobre el origen y los fundamentos de la desigualdad entre los hombres (1755) y El contrato social (1762), se encuentra la publicación de un curioso texto, en apariencia menor en cuestiones políticas: la Carta a D'Alembert sobre los espectáculos, publicada en 1758, en respuesta al artículo “Ginebra” que Jean D'Alembert escribió para el Tomo VII de la Enciclopedia.
Decimos “en apariencia menor” ya que el tema central del escrito es un rotundo alegato contra los espectáculos, en particular contra el teatro, y no pareciera, a simple vista, ocuparse más que de cuestiones morales y estéticas. Sin embargo, consideramos que debajo de la mordaz crítica que Rousseau hace al arte escénico, subyace un interés por sostener un gesto político, en tanto que el rechazo es una toma de posición clara respecto de cómo debe actuar el hombre virtuoso y la comunidad de la que es parte, para evitar la corrupción y perversión de la sociedad y de sus formas de participación política. Es el mismo Rousseau quien habilita esta lectura al señalar que “(...) todo lo que es malo en moral es malo también en política” (1996: 102). La condena moral al teatro es, por lo tanto, una condena política.
Para mostrar de qué manera la Carta a D'Alembert encierra una crítica política, en primer lugar, hablaremos del contexto socio-político en el que se escribe la carta y del motivo que dio origen al pronunciamiento de Rousseau sobre el teatro.
En segundo lugar, expondremos de manera sucinta algunas de las características salientes del teatro francés del siglo XVIII al que Rousseau remitirá en sus argumentos, para luego detenernos en la concepción del autor sobre las artes en general y el impacto que estas causan sobre el hombre y la vida social y política, a partir del Discurso sobre las ciencias y las artes (1750), concepción que sirve como base para entender por qué hablamos de crítica política cuando nos referimos a la crítica del teatro como arte.
Por último, y una vez trazados los lineamientos conceptuales desde donde leeremos la crítica política, nos detendremos en los argumentos contra el teatro, desarrollados por el filósofo en su Carta. Señalaremos, por un lado, los argumentos que se basan especialmente en la crítica moral, y por otro, aquellos que impactan directamente sobre la organización social y el rol del individuo (argumentos sociales, económicos, etc.), que señalan los aspectos negativos del teatro y que, al igual que sus argumentos morales, están en estrecho vínculo con su pensamiento político.

II. La Carta a D'Alembert
Como ya señalamos, la Carta a D'Alembert sale a luz en 1758, en respuesta al artículo “Ginebra” de la Enciclopedia, publicado un año antes. Este artículo se inscribe en el marco de las disputas entre el partido popular y el patriciado, quienes detentaban el poder en Ginebra, y cuyo objeto de discusión, en este caso, era la creación de un teatro estable en la ciudad. La familias privilegiadas del patriciado apoyaban la decisión, y junto a ellos, Voltaire y D'Alembert, mientras que la iglesia protestante, las viejas familias y algunos ciudadanos ya alejados del poder se oponían, al igual que Rousseau, quien, según Domecq,
(…) toma posición en contra de los patricios denunciando los costos sociales y políticos que implica la instalación de un teatro en una ciudad pobre. Mantener un teatro es un costo que paga toda la comunidad, dice, pero que sólo algunos disfrutan. El teatro no sólo amenaza la moralidad por su influencia sobre las buenas costumbres, (…) sino, y de manera mucho más peligrosa, amenaza la igualdad por la transformación en la estructura socio económica que introduce. (2010: 4)
Por el contrario, Jean D'Alembert proponía en el artículo ya mencionado, promover el teatro, especialmente la comedia, aun a pesar del fuerte rechazo a esta por parte de los ginebrinos, aduciendo que, aplicando severas leyes contra la vida licenciosa de las troupes teatrales, obtendrían no solo buenas costumbres para estos, sino también para su pueblo, además de buenos espectáculos, ya que “(...) las representaciones teatrales formarían el gusto de los ciudadanos, y les darían una fineza de tacto, una delicadeza de sentimiento que es muy difícil adquirir sin su ayuda (...)” (Rousseau, 1996: 248), aspecto contra el cual Rousseau se pronunciaría radicalmente.
Tras la lectura del artículo de D'Alembert en la Enciclopedia, Rousseau declara que escribe enfervorizado durante tres semanas la réplica a la propuesta de fomentar el teatro de comedia en Ginebra. Así nacía la Carta a D'Alembert, como una oposición radical hacia una de las artes que propiciaba la perversión moral y atentaba, según Rousseau, contra la comunidad misma.

III. Algunas consideraciones acerca del teatro francés en el siglo XVIII
¿Por qué se encontraba el teatro en el centro de la polémica? Para esta época el teatro gozaba de una gran aceptación en Francia, donde ya en el siglo XVII, se había consagrado Moliére como el gran autor clásico de la escena. La comedia como género se vio fortalecida y asentada. También la tragedia clásica francesa y el drama, al cual Diderot quiere renovar sugiriendo la presencia de temas y formas más cercanas al hombre burgués. A lo largo de este siglo se busca evolucionar del espectáculo cortesano y aristocrático hacia un teatro más popular, que se acercara a las problemáticas de un sector social más amplio, para atraer al público. Explica Bayer acerca de las pretensiones de Diderot en Paradoja del comediante:
Al lado de la tragedia clásica quiere crear una tragedia de circunstancias sociales: el drama burgués. Observa que la tragedia trata temas excepcionales (conspiraciones) que tiene por protagonistas a personajes extraordinarios como reyes o príncipes (…). Diderot desea estudiar en el drama burgués a los burgueses mismos en el acto de enfrentarse a problemas no excepcionales. Los problemas que quiere representar en este género serio son los problemas reales. (Bayer, 2011: 168)
Por otro lado, considera además que el arte debe imitar a la naturaleza y ser verosímil. Lo moral y lo real se unen en pos de la utilidad del teatro, para que este mejore el gusto y los valores morales de los individuos, tal como lo señala D'Alembert en su artículo. Se trata de un arte al servicio de la moral, un arte de acción. Esto será uno de los aspectos más criticados por Rousseau, quien se resiste a pensar que el teatro tenga la función social de instruir y moralizar. La disputa por el tema de la utilidad moral del teatro se venía desarrollando ya desde el siglo XVII a partir de lo que se llamó la “Querella del teatro”, centrada en el poder del drama de transformar al individuo, y en relación con la cual los argumentos de los tres mencionados pensadores se inscriben1.
Este intento por renovar y ampliar las fronteras del teatro vino de la mano de grandes reformas respecto de la concepción del trabajo del actor, factor fundamental del teatro francés del siglo XVIII: el teatro de esta época es un teatro de actores. Fuertemente resistidos en algunos lugares por ser considerados inmorales de vidas licenciosas, los actores comienzan a afianzarse en las compañías teatrales y cobran gran importancia dentro de la concepción y realización del teatro. Buscan modos renovados de expresión que se distingan de los modos ampulosos y artificiales, e incursionan en un modo de interpretación más natural.
París contaba para entonces con tres grandes teatros permanentes: el Teatro Francés, el Ópera y la Comedia Italiana, y según Rousseau, había un cuarto que funcionaba en ciertas épocas del año, en los que las compañías montaban sus obras (Rousseau, 1996: 183).
Sin embargo, la ciudad de París, caracterizada como la ciudad de la cultura refinada y las luces, donde triunfaba ampliamente el teatro, es vista por Rousseau en la Carta... como la ciudad del vicio y la perversión. En ella todo se juzga según la apariencia, se carece de tiempo libre y se imita modelos de acción impuestos por el gusto popular y las modas. Ginebra, en cambio, es un modelo de virtud comparada con París, la vida sencilla de trabajo honrado y de tiempo libre para actividades de reflexión y esparcimiento con uno mismo y la comunidad, permiten al individuo acercarse a la recta moral y alejarse de las apariencias y del vicio. Por eso es necesario para el autor resguardarla de la corrupción en la que París ya ha caído, para que no se transforme en lo que ella es.
Ahora, si el teatro y las artes en general triunfaron y se arraigaron en París, y sin embargo la sociedad parisina es una ciudad totalmente corrompida por el vicio, ¿es deseable, entonces, que Ginebra siga el mismo camino en el cultivo de las artes? ¿Por qué se resiste Rousseau a que se instale allí un teatro de comedia?

IV. El papel de las artes para Rousseau
El teatro, como hemos señalado, forma parte del conjunto de las artes más populares del siglo XVIII en Francia. Pero lo que era un emblema de cultura y civilidad, digno de admiración para algunos, para Rousseau era una catástrofe que acechaba al hombre y a la comunidad.
En su Discurso sobre las ciencias y las artes, ganador del premio de la Academia de Dijon en 1750, afirma que las artes, junto a las ciencias y las letras, “extienden guirnaldas de flores sobre las cadenas de hierro que los hombres cargan, ahogan en ellos el sentimiento de la libertad original para la que parecen haber nacido, los hacen amar su esclavitud y forman lo que se llama pueblos civilizados” (Rousseau, 2013: 218). De esta manera, concibe que las artes, “acaso menos despóticas y más poderosas” (Rousseau, 2013: 218), resultan engañosas apariencias que modelan al hombre en una pretendida virtud que no tiene y lo deforma, alejándolo de su verdadera naturaleza.
Para el filósofo ginebrino, la naturaleza humana antes de las artes era transparente y permitía relaciones auténticas y sencillas, el hombre se manifiestaba tal cual es, sin apriencias ni máscaras, en cambio, con la introducción de estas, el hombre pierde su autenticidad para copiar modelos y adaptarse a la costumbre y el gusto general, dejándose llevar por la conveniencia y los intereses del amor propio y el individualismo.
Con esta impostación del hombre enmascarado por las artes, sobrevienen los vicios que lo degradan y pervierten: se engaña, se blasfema, se adula, se traiciona, se calumnia, se olvida la patria. Las almas se corrompen en el lujo, la avaricia, la ociosidad y la vanidad, dejándose arrastrar por las modas y la opinión general de los demás. En este sentido, el hombre se transforma en algo que no es, en un ser que finge, bajo una máscara de conveniencia social, lo que cree que es bueno y valorable según la moda; vive fuera de sí mismo, según Mondolfo (1962: 24-27).
Las artes no enseñan la virtud, como pretenden Diderot y D'Alembert, sino el vicio, y hace a los hombres débiles física y moralmente, empujándolos a vivir en la confusión y el equívoco.
El hombre de bien, explica Rousseau, no necesita ornamentos, es sencillo y vigoroso, no se deja dominar por sus pasiones ni por las opiniones de los otros, ni se aleja de sí mismo. Su propia interioridad le permite “alcanzar la conciencia de la libertad, lograr el sentimiento íntimo de la vida en el cual tiene el individuo la conciencia de su unidad con la humanidad entera y con la universalidad de los seres” (Mondolfo, 1962: 32-33). La apelación al estado de naturaleza del hombre por parte de Rousseau, del que las artes han contribuido a alejarlo, es un llamamiento a la autenticidad, al ejercicio del yo, de su personalidad y su libertad. Este amor de sí, ejercido en la interioridad y la conciencia de libertad, iguala a todos los hombres, y se transforma en un yo común, social, que se expresará en la voluntad general (Mondolfo, 1962: 70-71).
El paso de este hombre natural al hombre corrompido, es decir, del estado de naturaleza a la sociedad civil, se ha dado fatalmente con un hecho que el filósofo señala en el Discurso sobre el origen y los fundamentos de la desigualdad entre los hombres: el momento en que alguien instaura la propiedad privada de la tierra. Este es, además, el momento fundante de la desigualdad entre los hombres. Quien es capaz de decir “esto es mío”, instaura la idea de representación y se convierte en la clase privilegiada que posee, mientras que el que cree en ello, acepta esa inequidad, condenándose a la esclavitud (Rousseau, 2008: 101).
Esta desigualdad en el orden social, tras un largo proceso histórico, habilita las condiciones de guerra, y se ve legitimada en el surgimiento del pacto inicuo que es una estrategia de los ricos para asegurarse la dominación socioeconómica de los pobres a través de medios políticos con el argumento de otorgarles seguridad y protección. La culpa de que los dominados acepten este pacto ilegítimo es de la razón, que dicta obediencia y los hace esclavos.
Las ciencias y las artes, fruto del progreso de la razón, han colaborado con el proceso de la corrupción del hombre y han pervertido las formas naturales, hasta alcanzar la decadencia total de la sociedad civil, además de acentuar la desigualdad social fundada en la apariencia y el engaño. Explica Eduardo Rinesi:
(…) esta condena política que formula Rousseau contra el desarrollo de las artes y las ciencias se recorta sobre el telón de fondo de una condena moral del mundo de las apariencias. (…) su crítica a la lógica que permite que unos hombres sometan a otros se sostiene sobre su crítica a la lógica que separa el ser de las cosas de su superficie apariencial, falsa y engañosa. En efecto: si las cadenas que esclavizan a los pueblos son efectivas es porque las “guirnaldas de flores” con que las ciencias y las artes las rodean, disimulan ante los ojos simples de los hombres su carácter opresivo. La diferencia entre el verdadero ser de las cosas y las falsas apariencias con que estas se presentan ante nosotros no es pues solo epistemológica, sino de inmediato moral: el parecer y el mal son, para Rousseau, la misma cosa. (Rousseau, 1996: 11)
La vida social se torna artificial y llena de convenciones, y la vida pública adopta un carácter teatral a partir de la máscara. El mundo social deviene teatro.
En este punto, estamos en condiciones de intentar una respuesta al interrogante del apartado anterior: ¿Por qué Rousseau levanta su pluma contra la sugerencia de la instalación de un teatro estable en Ginebra? Porque el teatro es arte, y el arte corrompe y aleja al hombre cada vez más de sí y de la comunidad, del hombre natural que alguna vez fue, y lo acerca al vicio, a la apariencia y al engaño: “Rousseau considera el teatro como un arte en que todo es juego y artificio. En el teatro, el hombre se encuentra lo más alejado del estado natural que preconiza Rousseau. La naturaleza humana se ve deformada en él (…). El ser humano que ya es depravado por los efectos de la sociedad, se deprava una segunda vez por el teatro y Rousseau supone que es este hombre dos veces depravado el que formará la sociedad” (Bayer, 2011: 173).
Pero además, el teatro como arte basado en la idea de representación, fomenta la legitimación de este concepto que ha causado la ruina del hombre natural y sobre el que se apoya la organización política de la sociedad civil, que legitima la desigualdad y la esclavitud, y que el filósofo rechaza.
Veamos en qué consisten puntualmente las críticas que Rousseau dirige contra el teatro y que nos llevan a fundamentar la afirmación precedente.

V. La crítica al teatro en la Carta a D'Alembert
V.a. Crítica moral
Rousseau parte de la pregunta de si es bueno el teatro en sí mismo, para establecer que no es bueno ni malo el teatro sino por su utilidad, es decir, por los efectos que causa en el público y de ninguna manera por el teatro en sí. Primero se encarga de indagar en las cosas representadas: temas, géneros, pasiones; y luego en quienes las representan: los actores.
Para el filósofo ginebrino, el fin de este arte es agradar, y esto sucede cuando el pueblo se divierte. Pero la única forma en la que esto puede acontecer es si se presenta al pueblo lo que quiere ver y oír, es decir, espectáculos que “favorezcan sus inclinaciones cuando serían necesarios espectáculos que las moderasen” (Rousseau, 1996: 90). El autor teatral sigue el gusto general, los sentimientos del público y pinta sus pasiones de una manera adecuada para atraerlos, absteniéndose de representar razón, pues se vuelve aburrida e inútil en la escena, ya que no resulta atractiva. Es por esto que observa que los espectáculos refuerzan el carácter nacional e intensifican las inclinaciones naturales, avivando las pasiones. Es así que el teatro no cambia las costumbres, sino que las recarga, con lo cual el teatro resultaría bueno para los buenos y malo para los malos.
Por otra parte, lo que puede mostrarnos el teatro es algo que podemos ver en la naturaleza. Odiar lo malo y amar la virtud es una inclinación que se encuentra ya en el hombre, y no en el teatro. Respecto de la tragedia, que se dice enseña la piedad, Rousseau sostiene que en vez de fomentarla, produce el efecto moral contrario: al sufrir por los personajes en escena, se entra en la indolencia de ver sufrir al prójimo y no sentir nada. Por eso señala que es una emoción pasajera que no dura más que lo que se está dentro del teatro. Llorar y conmoverse en él es más sencillo que comprometerse con la desgracia del otro que nos exige más de nosotros mismos. Además, las acciones que muestra la tragedia son tan terribles, monstruosas, que incluso hasta sería conveniente no mostrarlas al pueblo para que no las supusieran posibles (Rousseau, 1996: 109).
En síntesis, señala Cubillos:
La argumentación muestra un doble efecto nocivo del teatro sobre las pasiones. Por una parte, al exacerbarlas, impide el dominio de la razón sobre ellas, volviendo a las personas inconsistentes en su sentir, su juzgar y su actuar; por otra, habitúa a sentir y apasionarse por objetos inexistentes, eliminando la voluntad de actuar de acuerdo a esos sentimientos y desligando así el ámbito pasional de la voluntad, lo que fomenta la desidia y la indolencia frente a los demás. El teatro se convertiría, pues, en un poderoso narcótico, que enciende las pasiones al tiempo que mina las facultades superiores del hombre. (Cubillos, 2011: 74)
Sobre la comedia, expresa que la virtud se ve caricaturizada. En esta las cosas son puestas por debajo del hombre, y en el tragedia por encima de él, de manera que no hay una medida justa en la que podamos reconocernos y reconocer a nuestros semejantes (Rousseau, 1996: 102). A partir de esta deformación de las relaciones naturales, ¿qué enseñanza moral puede dejar ensalzar al malo y reírse del virtuoso?
En este último género, señala Rousseau, todo es malo y pernicioso, y cuanto más buena es la comedia, causa un efecto peor en el hombre respecto de sus costumbres. En lo representado puede verse, muchas veces, la inversión de las relaciones naturales, que no reflejan las verdaderas relaciones del mundo: la mujer enseña al hombre y el joven está por sobre el anciano. Esta inversión de los roles que para Rousseau son naturales, constituye un motivo de horror para el autor (Rousseau, 1996: 129).
Uno de los temas más representados en el teatro es el amor. Este predispone al alma del espectador a sentimientos que luego intentará llevar a la práctica después de la escena. Por ello, señala: “El mal que se le reprocha al teatro no es precisamente del de inspirar pasiones criminales sino el de disponer el alma a sentimientos tiernos que se satisfacen a expensas de la virtud” (Rousseau, 1996: 131-132).
Cualquiera sea la forma, el teatro favorece nuestras inclinaciones y no modifica las costumbres enseñando la virtud, sino que hace mucho para alterarlas. Las emociones que despierta el teatro nos debilitan y dominan haciendo que no pueda el hombre dominar sus pasiones. Es muy sutil el equilibrio que debe sostenerse para que una pieza teatral no termine haciendo un daño a la sociedad. Es entonces preferible para Rousseau condenar al teatro y evitarlo. Es la única manera de asegurar que el hombre no deforme ni multiplique los vicios que ya posee.
Respecto a los actores, su vida licenciosa se vuelve inadmisible para la comunidad. Rousseau debate con D'Alembert por su propuesta de hacerlos mejores moralmente, e indica que esto es imposible: por un lado, porque aunque se impongan leyes severas, como aquel propuso, estas nunca pueden cambiar las costumbres; por otro, porque la misma profesión tiene en su raíz la inmoralidad.
Explica Rousseau que la deshonra de la profesión de los comediantes no está en los ojos que la miran y juzgan, ni tampoco en las leyes que los sancionan severamente, sino en el hecho de que tengan que salirse de sí mismos para aparentar algo que no son: “¿Cuál es el talento del comediante? El arte de fingir, de aparentar otro carácter que el propio, de parecer diferente a lo que se es, de apasionarse a sangre fría, de decir algo distinto a lo que se piensa, tan naturalmente como si en efecto se lo pensara, y, en fin, el de olvidar el propio lugar para tomar uno ajeno” (Rousseau, 1996: 165). Miguel Vedda resume las objeciones de Rousseau al trabajo del actor respecto de la representación en estos términos: “(...) el principio del desdoblamiento que la actuación exige, ¿no conducirá al debilitamiento desde la individualidad del actor?, ¿no concluirá, por lo tanto, en la exaltación de la hipocresía?” (Dubatti, 2009: 123). El actor finge por dinero, se ofrece en representación y vende públicamente su persona, mintiendo y esperando un reconocimiento por ello en el aplauso; esto es lo que hace de su profesión algo vil e inmoral. A las actrices, además, les suma una carga de inmoralidad mayor aún, aduciendo que arrastran al vicio a los hombres, pues fácilmente pueden vender, si venden su representación, su propia persona para satisfacer los deseos que ella misma ha provocado (Rousseau, 1996: 179).
A partir de estas críticas morales, se puede concluir que para Rousseau, asimilar la presencia del teatro en París a Ginebra, es un gran error, porque, como explica Domecq,
Si el teatro puede formar el gusto es porque complace, si complace es porque reproduce y refuerza el ethos existente. El gusto y las costumbres son inseparables. No es posible reunir París y Ginebra sin transformar las costumbres, y, finalmente, la constitución de la comunidad política. La conclusión de Rousseau es lapidaria el teatro lejos de corregir las costumbres refuerza el ethos nacional (…) (Domecq, 2010: 9)
Para Rousseau, Ginebra es sencilla y no gusta del lujo ni de las apariencias. Rechaza lo superfluo, todos están ocupados, no ociosos, son moderados y virtuosos. ¿Por qué entonces insistir en cultivar algo que no se necesita? Es necesario advertirles: “(...) ginebrinos, evitad corromperos si aún estáis a tiempo: temed el primer paso, que nunca se da solo, y pensad que es más fácil mantener las buenas costumbres que ponerle un término a las malas” (Rousseau, 1996: 204).

V.b. Crítica política
Rousseau comienza su argumentación contra el teatro exponiendo tres aspectos fundamentales de este como espectáculo. En primer lugar sostiene que es un entretenimiento inútil, ya que el hombre posee placeres que nacen de su propia naturaleza, de sus trabajos, sus necesidades y sus relaciones sociales, y al cultivarlos, no necesita de un entretenimiento ajeno y frívolo. Si el hombre emplea bien su tiempo, este se vuelve un bien preciado que no le place perder en el ocio y la inactividad. Por lo tanto, el teatro es una pérdida de tiempo.
En segundo lugar, el gusto por este tipo de entretenimiento muestra el deseo del hombre de salirse de sí mismo, su descontento y su tendencia a la ociosidad. Así, en vez de ocuparse de sí, pone su mirada en el afuera, en la escena, como si estuviera incómodo con su interior, consigo mismo.
Por último, aunque se crea que en los espectáculos se propicia la reunión de los individuos, en realidad, dice Rousseau, es donde más aislado se está, ya que “es allí donde uno va a olvidarse de los amigos, de los vecinos, de los prójimos, para interesarse en fábulas, para llorar las desgracias de los muertos, o reír a expensas de los vivos” (Rousseau, 1996: 88-89). El espectador se encierra en su individualidad, olvidando a la comunidad.
Hay además, tres aspectos que se suman a la argumentación y que Rousseau analiza desde un costado socio-político. Por un lado, el espectador, que no puede de ninguna manera participar en lo que pasa en el centro de la escena, se transforma en un ser pasivo. Sentado uno junto a otro en la inacción total, queda fuera del espectáculo desarrollado arriba del escenario. Esto va en contra de la idea de participación activa. Luego, sobre el final de la Carta... propondrá un modelo distinto de espectáculo, en el que el espectador sale de esa inacción para volverse él mismo el espectáculo (Rousseau, 1996: 223).
Por otro lado, la suntuosidad que se presenta en la escena para atraer al público se aparta de la mímesis respecto de la naturaleza, y deja al pueblo más sencillo fuera de la representación. Además, la suntuosidad invita al lujo, a la máscara, que aleja al hombre de la transparencia y la sencillez que tiene el hombre virtuoso y lo empuja al vicio.
En este último sentido, los costos que implica un teatro profundizan las desigualdades entre los hombres. El teatro acelera la pendiente del progreso sucesivo de las desigualdades económicas y sociales, ya que es un espectáculo muy oneroso para ser sostenido por un estado pequeño, y además marca una gran diferencia entre quienes acuden, su poder adquisitivo respecto de las entradas y la ubicación (Rousseau, 1996: 207-211). Por lo tanto, la relación costo-beneficio, es totalmente desfavorable para los más pobres o los estados más pequeños, que deberán, además de costear el teatro con los impuestos, pagar enormes cantidades de dinero en entrada para todos los integrantes de la familia, más ropas acordes para vestirse, etc., sin obtener beneficio alguno, al contrario, ya que todo este gasto se costeará con el fruto de sus enormes esfuerzos de trabajo.
Por otra parte, si por acudir al teatro y estar ocioso se pierde productividad, para ganar rentabilidad ante los gastos excesivos y la poca producción, se deberán aumentar los precios, con la consiguiente disminución de las ventas y los ingresos, generando un quiebre económico. También representaría un enorme gasto mantener a la troupe, acondicionar los caminos para la circulación de los que fueren al espectáculo y establecer más seguridad. Por donde se mire, resulta un proyecto costoso y dañino para la sociedad.
Por último, nos centraremos brevemente en la crítica al concepto de representación. Rousseau condena, como ya hemos señalado, la representación respecto de la profesión del actor pues al buscar ser otro, se abandona a sí mismo, se enajena, y su ocupación principal es el engaño, uno de los vicios más odiado por el autor: “Entregados a las apariencias -puesto que su labor consiste en imitar ser lo que en verdad no son- los actores dejarían, pues, de ser esencialmente ellos mismos: sus personalidades se encontrarían divididas en multitud de seres diversos e igualmente ficticios, y serían por ello incapaces de convertirse en sujetos únicos e indivisibles” (Dubatti, 2013: 125).
El actor se olvida a sí mismo como hombre, se anula en el personaje que representa. A la figura del actor opone la del sacerdote, quien “se representa a sí mismo, hace su propio rol, habla en nombre propio, no dice o no debe decir sino lo que piensa; al ser el hombre y el personaje el mismo ser, el orador está en su lugar; como cualquier otro ciudadano que cumple con las funciones de su trabajo” (Rousseau, 1996: 167).
Pero además, hay otros aspectos presentes en la crítica al concepto de representación. Por un lado, que los ciudadanos, en este caso de Ginebra, no pueden verse representados en lo que ven sobre la escena, pues no muestran las cosas honestas y buenas que convienen a los hombres libres (Rousseau, 1996: 215). Para ello sería conveniente, propone el filosofo, escribir sus propios dramas. Además, lo que se ve en la escena no puede transportarse seriamente a la sociedad, no puede imitarse a los héroes, ni su ropaje ni sus gestos, pues sería ridículo (Rousseau, 1996: 100). Por otro lado, reniega de que sean otros los que estén en el centro de la escena y que “representen” para los espectadores. Él quiere que los mismos espectadores sean el espectáculo, que participen activamente de él sin mediaciones de otros.
En este sentido, podemos observar un paralelismo con sus ideas políticas contra la representación política. Señala Eberhardt: Los gobernantes no son representantes de la Voluntad General sino meros ejecutores de las decisiones del soberano (...)” (2005: 4), es decir, el pueblo soberano es el que toma las decisiones por sí mismo en el seno de una democracia directa, en donde los ciudadanos participan en las decisiones políticas y la elaboración de las leyes. Aunque “este tipo de gobierno democrático supone una serie de cualidades previas difíciles de reunir: un Estado muy pequeño, una gran sencillez de costumbres, mucha igualdad en los rangos y fortunas y poco o nada de lujo” (Eberhardt, 2005: 5). Un ideal que puede asimilarse a la situación de Ginebra, pero difícilmente a sociedades más numerosas. La representación política implica la enajenación de la libertad en manos de otros, y es por esto que rechaza de plano el concepto de representación.
Si el teatro no es buen modelo de espectáculo, entonces, ¿cuál sería el entretenimiento útil y beneficioso para el hombre, según Rousseau? Sobre el final del texto, el autor evoca un recuerdo de la infancia, un momento en que tuvo la oportunidad de gozar de un espectáculo comunitario y singular. En él los soldados danzaban de la mano por las calles con una alegría tan contagiosa que las mujeres salieron apasionadas de sus casas a participar junto a sus maridos, las criadas llevaban vino y los niños corrían entre ellos. Al terminar el baile prorrumpieron en abrazos y risas, y un verdadero sentimiento de unión, de emoción general y alegría universal reinó entre ellos. En esta evocación podemos observar cómo Rousseau antepone la fiesta, como ideal de espectáculo, al teatro.
En la fiesta todas las voluntades se hermanan de manera espontánea. En ella no hay representación, es un espectáculo en el que todos son actores, en el sentido en que todos participan, y estos ya no están fuera de sí, observando pasivamente como en el teatro, sino que se ven los unos en los otros y se unen más. Esta distinción del modo en que se ejercen las voluntades en el teatro y en la fiesta2, pueden ser asimiladas a la forma en que se ejerce la voluntad según Mondolfo, ya que “La voluntad de todos es la suma de los amores propios (finalidades particularistas); la voluntad general es la expresión común de los amores de sí (finalidad universalista) (…), la primera se forma solo en la reunión de los votos, la segunda es inmanente y activa en toda la conciencia que sepa mantener pura la inspiración natural” (1962: 77). Esta comunión de las virtudes de los integrantes del pueblo hace surgir un cuerpo moral colectivo, que se encuentra en consonancia con las ideas acerca del contrato social.
Vemos entonces que bajo el rechazo al teatro se esconde el rechazo a ciertas formas de organización social y la imposición de modelos representativos de participación. Por ello cierra la carta evocando un modelo distinto posible de vida y organización que acuerda con su forma de pensar la política y el ciudadano.

VI. Consideraciones finales
En las críticas que Jean-Jacques Rousseau hace al teatro, subyacen ciertos presupuestos políticos que dan respaldo a sus argumentos morales, económicos y sociales en contra de estos espectáculos. ¿Cómo fomentar la profesión actoral si mediante esta el hombre se ve escindido de sí mismo y corre el riesgo, además, de enajenar su libertad? ¿Cómo permitir la excitación de las pasiones si estas pueden llevarnos al vicio y corromper aún más al hombre? ¿Cómo fomentar un gasto económico que terminaría por acentuar la desigualdad entre los hombres? ¿Cómo permitir el lujo y el ornamento si estos tornan al hombre artificial, amigo del engaño y de la apariencia y lo alejan de su condición natural? ¿Cómo aceptar la representación si esta hace de los hombre seres pasivos, fuera de sí mismos y si con ello se legitima el “estar en lugar de” que está en la raíz misma de los males de la sociedad: el invento de la propiedad privada que llevó a la desigualdad entre los hombres?
Por último, ¿cómo avalar la presencia permanente del teatro en Ginebra si este divide, corrompe, engaña, excita las pasiones y anula la razón, quien no puede dominarlas, acrecienta las desigualdades sociales, presenta pervertidas las relaciones naturales y quita al hombre su libertad? Es necesario, entonces, para el filósofo, condenar al teatro y prevenir un mal mayor a los hombres.
Evidentemente, este texto no se trata solamente de una critica estética ni de una fuerte crítica moral, sino que es una toma de posición radical de Rousseau ante lo que, dañando la unidad e integridad del hombre y la comunidad, favorece el debilitamiento de la organización política de la sociedad civil. Ir en contra de los espectáculos (de este tipo de espectáculos como el teatro) es prevenir a la comunidad de un mal mayor: la perversión, la corrupción del hombre en grado sumo.
En este sentido, sin duda, la Carta a D'Alembert se convierte, desde esta perspectiva, en una declaración de principios, en un acto político.

VII. Bibliografía
BAYER, RAYMOND, “La estética francesa en el siglo XVIII”, id., Historia de la Estética, trad. Jas Reuter, México, 1era edición, Tercera parte, Cap. I, 2011.
CUBILLOS, CATALINA, “La inmoralidad del teatro: Ecos de la crítica de la primera literatura cristiana en la carta de Rousseau a D’Alembert”, Pensamiento y Cultura, vol. 14, n. 1, junio 2011, pp. 63-77.
DOMECQ, GABRIELA, “Mimesis poética y crítica al teatro en la Carta a D’Alembert”, Tópicos, n. 19, 2010.
EBERHARDT, MARÍA LAURA, “La no (?) Representación en la teoría política de Rousseau”, IV Jornadas de Sociología de la UNLP La Argentina de la crisis. Desigualdad social, movimientos sociales, política e instituciones, noviembre 2005.
GARMA, AMANDA, “Rousseau, de cara al mal”, A Parte Rei: revista de filosofía, n. 44, marzo 2006.
MONDOLFO, RODOLFO, Rousseau y la conciencia moderna, Buenos Aires, Eudeba, 1962.
ROUSSEAU, JEAN-JACQUES, Carta a D'Alembert, trad. Emilio Bernini, estudio preliminar de Eduardo Rinesi, Santiago de Chile, Ediciones LOM-ARCIS, 1996.
------------------------------------, Discurso sobre el origen y los fundamentos de la desigualdad entre los hombres, trad. Vera Waksman, Buenos Aires, Prometeo, 2008.
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VEDDA, MIGUEL, “Pantomima y distanciamiento. Influencias de David Garrik sobre la teoría de la actuación de Denis Diderot”, Jorge Dubatti (Coord.), Historia del actor II. Del ritual dionisíaco a Tadeuz Kantor, Buenos Aires, Colihue, 2009.

1Cfr. GABRIELA DOMECQ, “Mimesis poética y crítica al teatro en la Carta a D’Alembert”, cit., pp. 6-7; y CATALINA CUBILLOS, “La inmoralidad del teatro: Ecos de la crítica de la primera literatura cristiana en la carta de Rousseau a D’Alembert”, Pensamiento y Cultura, vol. 14, n. 1, junio 2011, pp. 66 y 69-70.
2Cuando Rousseau hace referencia a las fiestas como espectáculos públicos, menciona que deben llevarse a cabo al aire libre, bajo el sol, y la figura del sol adquiere un matiz metafórico interesante si lo equiparamos a la idea de voluntad general, cuando dice: “(...) que el sol ilumine vuestros espectáculos; vosotros mismos formaréis uno, y ése será el más digno que el sol haya iluminado”. Cfr. JEAN-JACQUES ROUSSEAU, Carta a D'Alembert, cit., p. 222.

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