I.
A modo de introducción: teatro y política
Entre
medio de los dos textos fundamentales de Jean-Jacques Rousseau,
Discurso sobre el origen y los fundamentos de la
desigualdad entre los hombres (1755)
y El contrato social (1762),
se encuentra la publicación de un curioso texto, en apariencia menor
en cuestiones políticas: la Carta a D'Alembert sobre los
espectáculos, publicada en
1758, en respuesta al artículo “Ginebra” que Jean D'Alembert
escribió para el Tomo VII de la Enciclopedia.
Decimos
“en apariencia menor” ya que el tema central del escrito es un
rotundo alegato contra los espectáculos, en particular contra el
teatro, y no pareciera, a simple vista, ocuparse más que de
cuestiones morales y estéticas. Sin embargo, consideramos que debajo
de la mordaz crítica que Rousseau hace al arte escénico, subyace un
interés por sostener un gesto político, en tanto que el rechazo es
una toma de posición clara respecto de cómo debe actuar el hombre
virtuoso y la comunidad de la que es parte, para evitar la corrupción
y perversión de la sociedad y de sus formas de participación
política. Es el mismo Rousseau quien habilita esta lectura al
señalar que “(...) todo lo que es malo en moral es malo también
en política” (1996: 102).
La condena moral al teatro es, por lo tanto, una condena política.
Para
mostrar de qué manera la Carta a D'Alembert encierra
una crítica política, en primer lugar, hablaremos del contexto
socio-político en el que se escribe la carta y del motivo que dio
origen al pronunciamiento de Rousseau sobre el teatro.
En
segundo lugar, expondremos de manera sucinta algunas de las
características salientes del teatro francés del siglo XVIII al que
Rousseau remitirá en sus argumentos, para luego detenernos en la
concepción del autor sobre las artes en general y el impacto que
estas causan sobre el hombre y la vida
social y política, a partir del Discurso
sobre las ciencias y las artes (1750),
concepción que sirve como base para entender por qué hablamos de
crítica política cuando nos referimos a la crítica del teatro como
arte.
Por
último, y una vez trazados los lineamientos conceptuales desde donde
leeremos la crítica política, nos detendremos en los argumentos
contra el teatro, desarrollados por el filósofo en su Carta.
Señalaremos, por un lado, los argumentos que se basan especialmente
en la crítica moral, y por otro, aquellos que impactan directamente
sobre la organización social y el rol del individuo (argumentos
sociales, económicos, etc.), que señalan los aspectos negativos del
teatro y que, al igual que sus argumentos morales, están en estrecho
vínculo con su pensamiento político.
II.
La Carta a D'Alembert
Como
ya señalamos, la Carta a
D'Alembert sale
a luz en 1758, en respuesta al artículo “Ginebra” de la
Enciclopedia,
publicado
un año antes.
Este
artículo se inscribe en el marco de las disputas entre el partido
popular y el patriciado, quienes detentaban el poder en Ginebra, y
cuyo objeto de discusión, en este caso, era la creación de un
teatro estable en la ciudad. La familias privilegiadas del patriciado
apoyaban la decisión, y junto a ellos, Voltaire y D'Alembert,
mientras que la iglesia protestante, las viejas familias y algunos
ciudadanos ya alejados del poder se oponían, al igual que Rousseau,
quien, según Domecq,
(…)
toma posición en contra de los patricios denunciando los costos
sociales y políticos que implica la instalación de un teatro en una
ciudad pobre. Mantener un teatro es un costo que paga toda la
comunidad, dice, pero que sólo algunos disfrutan. El teatro no sólo
amenaza la moralidad por su influencia sobre las buenas costumbres,
(…) sino, y de manera mucho más peligrosa, amenaza la igualdad por
la transformación en la estructura socio económica que introduce.
(2010:
4)
Por
el contrario, Jean D'Alembert proponía en el artículo ya
mencionado, promover el teatro, especialmente la comedia, aun a pesar
del fuerte rechazo a esta por parte de los ginebrinos, aduciendo que,
aplicando severas leyes contra la vida licenciosa de las troupes
teatrales,
obtendrían no solo buenas costumbres para estos, sino también para
su pueblo, además de buenos espectáculos, ya que “(...) las
representaciones teatrales formarían el gusto de los ciudadanos, y
les darían una fineza de tacto, una delicadeza de sentimiento que es
muy difícil adquirir sin su ayuda (...)”
(Rousseau,
1996: 248), aspecto
contra el cual Rousseau se pronunciaría radicalmente.
Tras
la lectura del artículo de D'Alembert en la Enciclopedia,
Rousseau declara que escribe enfervorizado durante tres semanas la
réplica a la propuesta de fomentar el teatro de comedia en Ginebra.
Así nacía la Carta a D'Alembert, como
una oposición radical hacia una de las artes que propiciaba la
perversión moral y atentaba, según Rousseau, contra la comunidad
misma.
III.
Algunas consideraciones acerca del teatro francés en el siglo XVIII
¿Por
qué se encontraba el teatro en el centro de la polémica? Para esta
época el teatro gozaba de una gran aceptación en Francia, donde ya
en el siglo XVII, se había consagrado Moliére como el gran autor
clásico de la escena. La comedia como género se vio fortalecida y
asentada. También la tragedia clásica francesa y el drama, al cual
Diderot quiere renovar sugiriendo la presencia de temas
y formas más cercanas al hombre burgués. A lo largo de este siglo
se busca evolucionar del espectáculo cortesano y aristocrático
hacia un teatro más popular, que se acercara a las problemáticas de
un sector social más amplio, para atraer al público. Explica Bayer
acerca de las pretensiones de Diderot en Paradoja
del comediante:
Al
lado de la tragedia clásica quiere crear una tragedia de
circunstancias sociales: el drama burgués. Observa que la tragedia
trata temas excepcionales (conspiraciones) que tiene por
protagonistas a personajes extraordinarios como reyes o príncipes
(…). Diderot desea estudiar en el drama burgués a los burgueses
mismos en el acto de enfrentarse a problemas no excepcionales. Los
problemas que quiere representar en este género serio son los
problemas reales.
(Bayer, 2011: 168)
Por
otro lado, considera además que el arte debe imitar a la naturaleza
y ser verosímil. Lo moral y lo real se unen en pos de la utilidad
del teatro, para que este mejore el gusto y los valores morales de
los individuos, tal como lo señala D'Alembert en su artículo. Se
trata de un arte al servicio de la moral, un arte de acción. Esto
será uno de los aspectos más criticados por Rousseau, quien se
resiste a pensar que el teatro tenga la función social de instruir y
moralizar. La disputa por el tema de la utilidad moral del teatro se
venía desarrollando ya desde el siglo XVII a partir de lo que se
llamó la “Querella del teatro”, centrada en el poder del drama
de transformar al individuo, y en relación con la cual los
argumentos de los tres mencionados pensadores se inscriben1.
Este
intento por renovar y ampliar las fronteras del teatro vino de la
mano de grandes reformas respecto de la concepción del trabajo del
actor, factor fundamental del teatro francés del siglo XVIII: el
teatro de esta época es un teatro de actores. Fuertemente resistidos
en algunos lugares por ser considerados inmorales de vidas
licenciosas, los actores comienzan a afianzarse en las compañías
teatrales y cobran gran importancia dentro de la concepción y
realización del teatro. Buscan modos renovados de expresión que se
distingan de los modos ampulosos y artificiales, e incursionan en un
modo de interpretación más natural.
París
contaba para entonces con tres grandes teatros permanentes: el Teatro
Francés, el Ópera y la Comedia Italiana, y según Rousseau, había
un cuarto que funcionaba en ciertas épocas del año, en los que las
compañías montaban sus obras (Rousseau,
1996: 183).
Sin
embargo, la ciudad de París, caracterizada como la ciudad de la
cultura refinada y las luces, donde triunfaba ampliamente el teatro,
es vista por Rousseau en la Carta...
como la ciudad del vicio y la perversión. En ella todo se juzga
según la apariencia, se carece de tiempo libre y se imita modelos de
acción impuestos por el gusto popular y las modas. Ginebra, en
cambio, es un modelo de virtud comparada con París, la vida sencilla
de trabajo honrado y de tiempo libre para actividades de reflexión y
esparcimiento con uno mismo y la comunidad, permiten al individuo
acercarse a la recta moral y alejarse de las apariencias y del vicio.
Por eso es necesario para el autor resguardarla de la corrupción en
la que París ya ha caído, para que no se transforme en lo que ella
es.
Ahora,
si el teatro y las artes en general triunfaron y se arraigaron en
París, y sin embargo la sociedad parisina es una ciudad totalmente
corrompida por el vicio, ¿es deseable, entonces, que Ginebra siga el
mismo camino en el cultivo de las artes? ¿Por qué se resiste
Rousseau a que se instale allí un teatro de comedia?
IV.
El papel de las artes para Rousseau
El
teatro, como hemos señalado, forma parte del conjunto de las artes
más populares del siglo XVIII en Francia. Pero lo que era un emblema
de cultura y civilidad, digno de admiración para algunos, para
Rousseau era una catástrofe que acechaba al hombre y a la comunidad.
En
su Discurso
sobre las ciencias y las artes,
ganador del premio de la Academia de Dijon en 1750, afirma que las
artes, junto a las ciencias y las letras, “extienden guirnaldas de
flores sobre las cadenas de hierro que los hombres cargan, ahogan en
ellos el sentimiento de la libertad original para la que parecen
haber nacido, los hacen amar su esclavitud y forman lo que se llama
pueblos civilizados” (Rousseau,
2013: 218). De
esta manera, concibe que las artes, “acaso menos despóticas y más
poderosas”
(Rousseau,
2013: 218),
resultan engañosas apariencias que modelan al hombre en una
pretendida virtud que no tiene y lo deforma, alejándolo de su
verdadera naturaleza.
Para
el filósofo ginebrino, la naturaleza humana antes de las artes era
transparente y permitía relaciones auténticas y sencillas, el
hombre se manifiestaba tal cual es, sin apriencias ni máscaras, en
cambio, con la introducción de estas, el hombre pierde su
autenticidad para copiar modelos y adaptarse a la costumbre y el
gusto general, dejándose llevar por la conveniencia y los intereses
del amor propio y el individualismo.
Con
esta impostación del hombre enmascarado por las artes, sobrevienen
los vicios que lo degradan y pervierten: se engaña, se blasfema, se
adula, se traiciona, se calumnia, se olvida la patria. Las almas se
corrompen en el lujo, la avaricia, la ociosidad y la vanidad,
dejándose arrastrar por las modas y la opinión general de los
demás. En este sentido, el hombre se transforma en algo que no es,
en un ser que finge, bajo una máscara de conveniencia social, lo que
cree que es bueno y valorable según la moda; vive fuera de sí
mismo, según Mondolfo (1962:
24-27).
Las
artes no enseñan la virtud, como pretenden Diderot y D'Alembert,
sino el vicio, y hace a los hombres débiles física y moralmente,
empujándolos a vivir en la confusión y el equívoco.
El
hombre de bien, explica Rousseau, no necesita ornamentos, es sencillo
y vigoroso, no se deja dominar por sus pasiones ni por las opiniones
de los otros, ni se aleja de sí mismo. Su propia interioridad le
permite “alcanzar la conciencia de la libertad, lograr el
sentimiento íntimo de la vida en el cual tiene el individuo la
conciencia de su unidad con la humanidad entera y con la
universalidad de los seres”
(Mondolfo,
1962: 32-33).
La apelación al estado de naturaleza del hombre por parte de
Rousseau, del que las artes han contribuido a alejarlo, es un
llamamiento a la autenticidad, al ejercicio del yo, de su
personalidad y su libertad. Este amor de sí, ejercido en la
interioridad y la conciencia de libertad, iguala a todos los hombres,
y se transforma en un yo común, social, que se expresará en la
voluntad general
(Mondolfo,
1962: 70-71).
El
paso de este hombre natural al hombre corrompido, es decir, del
estado de naturaleza a la sociedad civil, se ha dado fatalmente con
un hecho que el filósofo señala en el Discurso sobre el
origen y los fundamentos de la desigualdad entre los hombres: el
momento en que alguien instaura la propiedad privada de la tierra.
Este es, además, el momento fundante de la desigualdad entre los
hombres. Quien es capaz de decir “esto es mío”, instaura la idea
de representación y se convierte en la clase privilegiada que posee,
mientras que el que cree en ello, acepta esa inequidad, condenándose
a la esclavitud
(Rousseau, 2008: 101).
Esta
desigualdad en el orden social, tras un largo proceso histórico,
habilita las condiciones de guerra, y se ve legitimada en el
surgimiento del pacto inicuo que es una estrategia de los ricos para
asegurarse la dominación socioeconómica de los pobres a través de
medios políticos con el argumento de otorgarles seguridad y
protección. La culpa de que los dominados acepten este pacto
ilegítimo es de la razón, que dicta obediencia y los hace esclavos.
Las
ciencias y las artes, fruto del progreso de la razón, han colaborado
con el proceso de la corrupción del hombre y han pervertido las
formas naturales, hasta alcanzar la decadencia total de la sociedad
civil, además de acentuar la desigualdad social fundada en la
apariencia y el engaño. Explica Eduardo Rinesi:
(…)
esta condena política que formula Rousseau contra el desarrollo de
las artes y las ciencias se recorta sobre el telón de fondo de una
condena moral del mundo de las apariencias. (…) su crítica a la
lógica que permite que unos hombres sometan a otros se sostiene
sobre su crítica a la lógica que separa el ser de las cosas de su
superficie apariencial, falsa y engañosa. En efecto: si las cadenas
que esclavizan a los pueblos son efectivas es porque las “guirnaldas
de flores” con que las ciencias y las artes las rodean, disimulan
ante los ojos simples de los hombres su carácter opresivo. La
diferencia entre el verdadero ser de las cosas y las falsas
apariencias con que estas se presentan ante nosotros no es pues solo
epistemológica, sino de inmediato moral:
el parecer y el mal
son, para Rousseau, la misma cosa.
(Rousseau, 1996: 11)
La
vida social se torna artificial y llena de convenciones, y la vida
pública adopta un carácter teatral a partir de la máscara. El
mundo social deviene teatro.
En
este punto, estamos en condiciones de intentar una respuesta al
interrogante del apartado anterior: ¿Por qué Rousseau levanta su
pluma contra la sugerencia de la instalación de un teatro estable en
Ginebra? Porque el teatro es arte, y el arte corrompe y aleja al
hombre cada vez más de sí y de la comunidad, del hombre natural
que alguna vez fue, y lo acerca al vicio, a la apariencia y al
engaño: “Rousseau considera el teatro como un arte en que todo es
juego y artificio. En el teatro, el hombre se encuentra lo más
alejado del estado natural que preconiza Rousseau. La naturaleza
humana se ve deformada en él (…). El ser humano que ya es
depravado por los efectos de la sociedad, se deprava una segunda vez
por el teatro y Rousseau supone que es este hombre dos veces
depravado el que formará la sociedad” (Bayer,
2011: 173).
Pero
además, el teatro como arte basado en la idea de representación,
fomenta la legitimación de este concepto que ha causado la ruina del
hombre natural y sobre el que se apoya la organización política de
la sociedad civil, que legitima la desigualdad y la esclavitud, y que
el filósofo rechaza.
Veamos
en qué consisten
puntualmente las críticas que Rousseau dirige contra el teatro y que
nos llevan a fundamentar la afirmación precedente.
V.
La crítica al teatro en la Carta a D'Alembert
V.a.
Crítica moral
Rousseau
parte de la pregunta de si es bueno el teatro en sí mismo, para
establecer que no es bueno ni malo el teatro sino por su utilidad, es
decir, por los efectos que causa en el público y de ninguna manera
por el teatro en sí. Primero se encarga de indagar en las cosas
representadas: temas, géneros, pasiones; y luego en quienes las
representan: los actores.
Para
el filósofo ginebrino, el fin de este arte es agradar, y esto sucede
cuando el pueblo se divierte. Pero la única forma en la que esto
puede acontecer es si se presenta al pueblo lo que quiere ver y oír,
es decir, espectáculos que “favorezcan sus inclinaciones cuando
serían necesarios espectáculos que las moderasen”
(Rousseau,
1996: 90).
El autor teatral sigue el gusto general, los sentimientos del público
y pinta sus pasiones de una manera adecuada para atraerlos,
absteniéndose de representar razón, pues se vuelve aburrida e
inútil en la escena, ya que no resulta atractiva. Es por esto que
observa que los espectáculos refuerzan el carácter nacional e
intensifican las inclinaciones naturales, avivando las pasiones. Es
así que el teatro no cambia las costumbres, sino que las recarga,
con lo cual el teatro resultaría bueno para los buenos y malo para
los malos.
Por
otra parte, lo que puede mostrarnos el teatro es algo que podemos ver
en la naturaleza. Odiar lo malo y amar la virtud es una inclinación
que se encuentra ya en el hombre, y no en el teatro. Respecto de la
tragedia, que se dice enseña la piedad, Rousseau sostiene que en vez
de fomentarla, produce el efecto moral contrario: al sufrir por los
personajes en escena, se entra en la indolencia de ver sufrir al
prójimo y no sentir nada. Por eso señala que es una emoción
pasajera que no dura más que lo que se está dentro del teatro.
Llorar y conmoverse en él es más sencillo que comprometerse con la
desgracia del otro que nos exige más de nosotros mismos. Además,
las acciones que muestra la tragedia son tan terribles, monstruosas,
que incluso hasta sería conveniente no mostrarlas al pueblo para que
no las supusieran posibles (Rousseau,
1996: 109).
En
síntesis, señala Cubillos:
La
argumentación muestra un doble efecto nocivo del teatro sobre las
pasiones. Por una parte, al exacerbarlas, impide el dominio de la
razón sobre ellas, volviendo a las personas inconsistentes en su
sentir, su juzgar y su actuar; por otra, habitúa a sentir y
apasionarse por objetos inexistentes, eliminando la voluntad de
actuar de acuerdo a esos sentimientos y desligando así el ámbito
pasional de la voluntad, lo que fomenta la desidia y la indolencia
frente a los demás. El teatro se convertiría, pues, en un poderoso
narcótico, que enciende las pasiones al tiempo que mina las
facultades superiores del hombre. (Cubillos,
2011: 74)
Sobre
la comedia, expresa que la virtud se ve caricaturizada. En esta las
cosas son puestas por debajo del hombre, y en el tragedia por encima
de él, de manera que no hay una medida justa en la que podamos
reconocernos y reconocer a nuestros semejantes
(Rousseau,
1996: 102).
A partir de esta deformación de las relaciones naturales, ¿qué
enseñanza moral puede dejar ensalzar al malo y reírse del virtuoso?
En
este último género, señala Rousseau, todo es malo y pernicioso, y
cuanto más buena es la comedia, causa un efecto peor en el hombre
respecto de sus costumbres. En lo representado puede verse, muchas
veces, la inversión de las relaciones naturales, que no reflejan las
verdaderas relaciones del mundo: la mujer enseña al hombre y el
joven está por sobre el anciano. Esta inversión de los roles que
para Rousseau son naturales, constituye un motivo de horror para el
autor (Rousseau, 1996: 129).
Uno
de los temas más representados en el teatro es el amor. Este
predispone al alma del espectador a sentimientos que luego intentará
llevar a la práctica después de la escena. Por ello, señala: “El
mal que se le reprocha al teatro no es precisamente del de inspirar
pasiones criminales sino el de disponer el alma a sentimientos
tiernos que se satisfacen a expensas de la virtud”
(Rousseau,
1996: 131-132).
Cualquiera
sea la forma, el teatro favorece nuestras inclinaciones y no modifica
las costumbres enseñando la virtud, sino que hace mucho para
alterarlas. Las emociones que despierta el teatro nos debilitan y
dominan haciendo que no pueda el hombre dominar sus pasiones. Es muy
sutil el equilibrio que debe sostenerse para que una pieza teatral no
termine haciendo un daño a la sociedad. Es entonces preferible para
Rousseau condenar al teatro y evitarlo. Es la única manera de
asegurar que el hombre no deforme ni multiplique los vicios que ya
posee.
Respecto
a los actores, su vida licenciosa se vuelve inadmisible para la
comunidad. Rousseau debate con D'Alembert por su propuesta de
hacerlos mejores moralmente, e indica que esto es imposible: por un
lado, porque aunque se impongan leyes severas, como aquel propuso,
estas nunca pueden cambiar las costumbres; por otro, porque la misma
profesión tiene en su raíz la inmoralidad.
Explica
Rousseau que la deshonra de la profesión de los comediantes no está
en los ojos que la miran y juzgan, ni tampoco en las leyes que los
sancionan severamente, sino en el hecho de que tengan que salirse de
sí mismos para aparentar algo que no son: “¿Cuál es el talento
del comediante? El arte de fingir, de aparentar otro carácter que el
propio, de parecer diferente a lo que se es, de apasionarse a sangre
fría, de decir algo distinto a lo que se piensa, tan naturalmente
como si en efecto se lo pensara, y, en fin, el de olvidar el propio
lugar para tomar uno ajeno”
(Rousseau,
1996: 165).
Miguel Vedda resume las objeciones de Rousseau al trabajo del actor
respecto de la representación en estos términos: “(...)
el principio del desdoblamiento que la actuación exige, ¿no
conducirá al debilitamiento desde la individualidad del actor?, ¿no
concluirá, por lo tanto, en la exaltación de la hipocresía?”
(Dubatti,
2009: 123).
El
actor finge
por dinero, se ofrece en representación y vende públicamente su
persona, mintiendo y esperando un reconocimiento por ello en el
aplauso; esto es lo que hace de su profesión algo vil e inmoral. A
las actrices, además, les suma una carga de inmoralidad mayor aún,
aduciendo que arrastran al vicio a los hombres, pues fácilmente
pueden vender, si venden su representación, su propia persona para
satisfacer los deseos que ella misma ha provocado
(Rousseau,
1996: 179).
A
partir de estas críticas morales, se puede concluir que para
Rousseau, asimilar la presencia del teatro en París a Ginebra, es un
gran error, porque, como explica Domecq,
Si
el teatro puede formar el gusto es porque complace, si complace es
porque reproduce y refuerza el ethos existente. El gusto y las
costumbres son inseparables. No es posible reunir París y Ginebra
sin transformar las costumbres, y, finalmente, la constitución de la
comunidad política. La conclusión de Rousseau es lapidaria el
teatro lejos de corregir las costumbres refuerza el ethos nacional
(…) (Domecq, 2010:
9)
Para
Rousseau, Ginebra es sencilla y no gusta del lujo ni de las
apariencias. Rechaza lo superfluo, todos están ocupados, no ociosos,
son moderados y virtuosos. ¿Por qué entonces insistir en cultivar
algo que no se necesita? Es necesario advertirles: “(...)
ginebrinos, evitad corromperos si aún estáis a tiempo: temed el
primer paso, que nunca se da solo, y pensad que es más fácil
mantener las buenas costumbres que ponerle un término a las malas”
(Rousseau, 1996: 204).
V.b.
Crítica política
Rousseau
comienza su argumentación contra el teatro exponiendo tres aspectos
fundamentales de este como espectáculo. En primer lugar sostiene que
es un entretenimiento inútil, ya que el hombre posee placeres que
nacen de su propia naturaleza, de sus trabajos, sus necesidades y sus
relaciones sociales, y al cultivarlos, no necesita de un
entretenimiento ajeno y frívolo. Si el hombre emplea bien su tiempo,
este se vuelve un bien preciado que no le place perder en el ocio y
la inactividad. Por lo tanto, el teatro es una pérdida de tiempo.
En
segundo lugar, el gusto por este tipo de entretenimiento muestra el
deseo del hombre de salirse de sí mismo, su descontento y su
tendencia a la ociosidad. Así, en vez de ocuparse de sí, pone su
mirada en el afuera, en la escena, como si estuviera incómodo con su
interior, consigo mismo.
Por
último, aunque se crea que en los espectáculos se propicia la
reunión de los individuos, en realidad, dice Rousseau, es donde más
aislado se está, ya que “es allí donde uno va a olvidarse de los
amigos, de los vecinos, de los prójimos, para interesarse en
fábulas, para llorar las desgracias de los muertos, o reír a
expensas de los vivos”
(Rousseau,
1996: 88-89).
El espectador se encierra en su individualidad, olvidando a la
comunidad.
Hay
además, tres aspectos que se suman a la argumentación y que
Rousseau analiza desde un costado socio-político. Por un lado, el
espectador, que no puede de ninguna manera participar en lo que pasa
en el centro de la escena, se transforma en un ser pasivo. Sentado
uno junto a otro en la inacción total, queda fuera del espectáculo
desarrollado arriba del escenario. Esto va en contra de la idea de
participación activa. Luego, sobre el final de la Carta...
propondrá un modelo distinto de
espectáculo, en el que el espectador sale de esa inacción para
volverse él mismo el espectáculo (Rousseau,
1996: 223).
Por
otro lado, la suntuosidad que se presenta en la escena para atraer al
público se aparta de la mímesis respecto de la naturaleza, y deja
al pueblo más sencillo fuera de la representación. Además, la
suntuosidad invita al lujo, a la máscara, que aleja al hombre de la
transparencia y la sencillez que tiene el hombre virtuoso y lo empuja
al vicio.
En
este último sentido, los costos que implica un teatro profundizan
las desigualdades entre los hombres. El teatro acelera la pendiente
del progreso sucesivo de las desigualdades económicas y sociales, ya
que es un espectáculo muy oneroso para ser sostenido por un estado
pequeño, y además marca una gran diferencia entre quienes acuden,
su poder adquisitivo respecto de las entradas y la ubicación
(Rousseau,
1996: 207-211).
Por lo tanto, la relación costo-beneficio, es totalmente
desfavorable para los más pobres o los estados más pequeños, que
deberán, además de costear el teatro con los impuestos, pagar
enormes cantidades de dinero en entrada para todos los integrantes de
la familia, más ropas acordes para vestirse, etc., sin obtener
beneficio alguno, al contrario, ya que todo este gasto se costeará
con el fruto de sus enormes esfuerzos de trabajo.
Por
otra parte, si por acudir al teatro y estar ocioso se pierde
productividad, para ganar rentabilidad ante los gastos excesivos y la
poca producción, se deberán aumentar los precios, con la
consiguiente disminución de las ventas y los ingresos, generando un
quiebre económico. También representaría un enorme gasto mantener
a la troupe, acondicionar
los caminos para la circulación de los que fueren al espectáculo y
establecer más seguridad. Por donde se mire, resulta un proyecto
costoso y dañino para la sociedad.
Por
último, nos centraremos brevemente en la crítica al concepto de
representación. Rousseau condena, como ya hemos señalado, la
representación respecto de la profesión del actor pues al buscar
ser otro, se abandona a sí mismo, se enajena, y su ocupación
principal es el engaño, uno de los vicios más odiado por el autor:
“Entregados
a las apariencias -puesto que su labor consiste en imitar
ser lo que en verdad no son- los actores dejarían, pues, de ser
esencialmente
ellos mismos: sus personalidades se encontrarían divididas en
multitud de seres diversos e igualmente ficticios, y serían por ello
incapaces de convertirse en sujetos únicos e indivisibles”
(Dubatti,
2013: 125).
El
actor se olvida a sí mismo como hombre, se anula en el personaje que
representa. A la figura del actor opone la del sacerdote, quien “se
representa a sí mismo, hace su propio rol, habla en nombre propio,
no dice o no debe decir sino lo que piensa; al ser el hombre y el
personaje el mismo ser, el orador está en su lugar; como cualquier
otro ciudadano que cumple con las funciones de su trabajo”
(Rousseau,
1996: 167).
Pero
además, hay otros aspectos presentes en la crítica al concepto de
representación. Por un lado, que los ciudadanos, en este caso de
Ginebra, no pueden verse representados en lo que ven sobre la escena,
pues no muestran las cosas honestas y buenas que convienen a los
hombres libres (Rousseau,
1996: 215).
Para ello sería conveniente, propone el filosofo, escribir sus
propios dramas. Además, lo que se ve en la escena no puede
transportarse seriamente a la sociedad, no puede imitarse a los
héroes, ni su ropaje ni sus gestos, pues sería ridículo
(Rousseau,
1996: 100).
Por otro lado, reniega de que sean otros los que estén en el centro
de la escena y que “representen” para los espectadores. Él
quiere que los mismos espectadores sean el espectáculo, que
participen activamente de él sin mediaciones de otros.
En
este sentido, podemos observar un paralelismo con sus ideas políticas
contra la representación política. Señala Eberhardt: “Los
gobernantes no son representantes de la Voluntad General sino meros
ejecutores de las decisiones del soberano (...)”
(2005:
4),
es decir, el pueblo soberano es el que toma las decisiones por sí
mismo en el seno de una democracia directa, en donde los ciudadanos
participan en las decisiones políticas y la elaboración de las
leyes. Aunque “este tipo de gobierno democrático supone una serie
de cualidades previas difíciles de reunir: un Estado muy pequeño,
una gran sencillez de costumbres, mucha igualdad en los rangos y
fortunas y poco o nada de lujo”
(Eberhardt,
2005: 5).
Un ideal que puede asimilarse a la situación de Ginebra, pero
difícilmente a sociedades más numerosas. La representación
política implica la enajenación de la libertad en manos de otros, y
es por esto que rechaza de plano el concepto de representación.
Si
el teatro no es buen modelo de espectáculo, entonces, ¿cuál sería
el entretenimiento útil y beneficioso para el hombre, según
Rousseau? Sobre el final del texto, el autor evoca un recuerdo de la
infancia, un momento en que tuvo la oportunidad de gozar de un
espectáculo comunitario y singular. En él los soldados danzaban de
la mano por las calles con una alegría tan contagiosa que las
mujeres salieron apasionadas de sus casas a participar junto a sus
maridos, las criadas llevaban vino y los niños corrían entre ellos.
Al terminar el baile prorrumpieron en abrazos y risas, y un verdadero
sentimiento de unión, de emoción general y alegría universal reinó
entre ellos. En esta evocación podemos observar cómo Rousseau
antepone la fiesta, como ideal de espectáculo, al teatro.
En
la fiesta todas las voluntades se hermanan de manera espontánea. En
ella no hay representación, es un espectáculo en el que todos son
actores, en el sentido en que todos participan, y estos ya no están
fuera de sí, observando pasivamente como en el teatro, sino que se
ven los unos en los otros y se unen más. Esta distinción del modo
en que se ejercen las voluntades en el teatro y en la fiesta2,
pueden ser asimiladas a la forma en que se ejerce la voluntad según
Mondolfo, ya que “La voluntad
de todos
es la suma de los amores propios (finalidades particularistas); la
voluntad
general
es la expresión común de los amores de sí (finalidad
universalista) (…), la primera se forma solo en la reunión de los
votos, la segunda es inmanente y activa en toda la conciencia que
sepa mantener pura la inspiración natural”
(1962:
77).
Esta comunión de las virtudes de los integrantes del pueblo hace
surgir un cuerpo moral colectivo, que se encuentra en consonancia con
las ideas acerca del contrato social.
Vemos
entonces que bajo el rechazo al teatro se esconde el rechazo a
ciertas formas de organización social y la imposición de modelos
representativos de participación. Por ello cierra la carta evocando
un modelo distinto posible de vida y organización que acuerda con su
forma de pensar la política y el ciudadano.
VI.
Consideraciones finales
En
las críticas que Jean-Jacques Rousseau hace al teatro, subyacen
ciertos presupuestos políticos que dan respaldo a sus argumentos
morales, económicos y sociales en contra de estos espectáculos.
¿Cómo fomentar la profesión actoral si mediante esta el hombre se
ve escindido de sí mismo y corre el riesgo, además, de enajenar su
libertad? ¿Cómo permitir la excitación de las pasiones si estas
pueden llevarnos al vicio y corromper aún más al hombre? ¿Cómo
fomentar un gasto económico que terminaría por acentuar la
desigualdad entre los hombres? ¿Cómo permitir el lujo y el
ornamento si estos tornan al hombre artificial, amigo del engaño y
de la apariencia y lo alejan de su condición natural? ¿Cómo
aceptar la representación si esta hace de los hombre seres pasivos,
fuera de sí mismos y si con ello se legitima el “estar en lugar
de” que está en la raíz misma de los males de la sociedad: el
invento de la propiedad privada que llevó a la desigualdad entre los
hombres?
Por
último, ¿cómo avalar la presencia permanente del teatro en Ginebra
si este divide, corrompe, engaña, excita las pasiones y anula la
razón, quien no puede dominarlas, acrecienta las desigualdades
sociales, presenta pervertidas las relaciones naturales y quita al
hombre su libertad? Es necesario, entonces, para el filósofo,
condenar al teatro y prevenir un mal mayor a los hombres.
Evidentemente,
este texto no se trata solamente de una critica estética ni de una
fuerte crítica moral, sino que es una toma de posición radical de
Rousseau ante lo que, dañando la unidad e integridad del hombre y la
comunidad, favorece el debilitamiento de la organización política
de la sociedad civil. Ir en contra de los espectáculos (de este tipo
de espectáculos como el teatro) es prevenir a la comunidad de un mal
mayor: la perversión, la corrupción del hombre en grado sumo.
En
este sentido, sin duda, la Carta a D'Alembert
se convierte, desde esta perspectiva, en una declaración de
principios, en un acto político.
VII.
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Buenos Aires, Colihue, 2009.
1Cfr.
GABRIELA DOMECQ, “Mimesis poética
y crítica al teatro en la Carta a D’Alembert”,
cit., pp. 6-7; y
CATALINA CUBILLOS, “La inmoralidad del teatro: Ecos de la crítica
de la primera literatura cristiana en la carta de Rousseau a
D’Alembert”, Pensamiento y Cultura,
vol. 14, n. 1, junio 2011, pp. 66 y 69-70.
2Cuando
Rousseau hace referencia a las fiestas como espectáculos públicos,
menciona que deben llevarse a cabo al aire libre, bajo el sol, y la
figura del sol adquiere un matiz metafórico interesante si lo
equiparamos a la idea de voluntad general, cuando dice: “(...) que
el sol ilumine vuestros espectáculos; vosotros mismos formaréis
uno, y ése será el más digno que el sol haya iluminado”. Cfr.
JEAN-JACQUES ROUSSEAU, Carta a D'Alembert, cit., p.
222.
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