Reescritura
argentinísima de “El gato y el ratón, socios”,
de los Hermanos
Grimm
Un día, un gato vestido de gris convenció al
Rata de que podrían necesitarse y ayudarse mutuamente. Tanto habló
el astuto, tanto le subrayó el respeto y el afecto que sentía por
él, tanto elogió su capacidad de trabajo incansable, que al Rata le
pareció natural que fuera él quien trabajara y que el gato
administrara.
—Qué
alegría que alguien pueda hacerme la vida más apacible mientras yo
trabajo —dijo el Rata—. ¡Hay tanto por mejorar en estas tierras!
—Si
vos me das
tu voto de confianza —le dijo el gato— y aportás lo que mejor
sabés hacer, yo
puedo sacar esta tierra adelante
—y al Rata le pareció un acuerdo justo.
Pero todavía no entendía el joven obrero cómo
lo llevarían a cabo. Después de una larga reflexión, el gato de
gris se lo explicó:
—Con
fe, con esperanza. Primero, depositando tu rezo en la Iglesia. Y
después... depositando tus impuestos en el municipio, justo enfrente
—señaló. Y se excusó—: Sabrás que no estamos en el mejor
momento, heredamos una tierra devastada, y hay que pasar el
invierno...
Así lo hizo el Rata. Confió y pagó. Depositó
cada mes una parte de su sueldo en el municipio.
Pero no pasó mucho tiempo sin que el Rata se
inquietase por los problemas de su tierra: parecía que el gato no
hacía lo suyo. Decidió, entonces, visitarlo en la Oficina General.
Al verlo entrar, el gato de traje gris se limpió los bigotes,
acomodó su billetera y se mostró ocupado.
—¿Qué
te trae por aquí, mi amigo? ¿No deberías estar trabajando?
El Rata, con algo de culpa, le explicó que
quería saber cómo iba aquello de la solución de los problemas, que
eran tantos y tan tremendos, y que le interesaba saber qué cosas
maravillosas estaba haciendo con sus aportes.
—Yo
sé que es injusto que vayas a trabajar todos los días y no sepas si
podrás volver mañana —explicó el gato de gris—. Hay que
combatir la inseguridad, en eso estoy trabajando.
—Es
una buena medida. ¡Se
nota que te
preocupás por mí!
Sin embargo, no había en ello nada de verdad.
Así que el gato fue directo al municipio, retiró lo recaudado y
compró e instaló en la plaza una cámara de seguridad, solo para
conseguir factura. Además contrató cuatro policías para que se
pararan en cada esquina de la manzana donde vivía el Rata. Con el
resto del botín se compró un traje caro, un nuevo auto y un
suntuoso reloj.
Aprovechando la ocasión, visitó amigos y
parientes para lucirse, y paseó en yate, relamiéndose los bigotes
cada vez que pensaba en las cosas que podría hacer con lo que mes a
mes pagaría el Rata.
Pero al poco tiempo, el Rata, ojeroso, volvió
a la oficina. Trabajaba de sol a sol, pero el dinero ya no le
alcanzaba. Pensó que si el gato administraba, sería prudente
contárselo para que encontrara una solución.
—Rata,
querido —corrió a abrazarlo el gato de negro—. ¡Qué contento
estoy de verte, che! —el Rata sintió el vientre redondo del gato
como un globo apretando sus costillas—. ¿Qué te trae por acá?
El Rata le contó compungido su problema, y el
gato lo animó de inmediato. Le habló del déficit, de la caída del
consumo, de la falta de inversión. Y le explicó que en eso estaba
trabajando.
—¿Sabés
cómo se resuelve esto, Ratita? ¡Reactivando el consumo y generando
más fuentes de trabajo!
—¿Ah,
sí? —preguntó el Rata confundido—. Y bueno... si vos lo decís,
yo confío.
—Confiá,
Ratita, confiá. El que depositó confianza, recibirá confianza
—sentenció—. Vos seguime, que no te voy a defraudar.
Y nuevamente el Rata creyó y pagó. Pero el
gato, afecto al dinero, volvió al municipio y tomó lo recaudado.
Creó nuevos puestos burocráticos en los que acomodó a su familia
felina, no sin antes ajustar la lista de favores. Hasta sus ancestros
tuvieron un lugar, cobrando y dando el voto de confianza al gato,
aunque ya no vivieran.
—Nada
mejor que compartir entre iguales —se dijo el gato.
Tiempo más tarde, acuciado por las deudas, el
Rata regresó a la Oficina General. Detrás del escritorio, lo
recibió un gato rechoncho, bastante diferente del que había
conocido alguna vez. Jugueteaba con unos aviones de papel que
parecían hechos de billetes.
—Dicen
que soy aburrido... —reflexionó,
mientras
lo
sobrevolaba un avioncito —
¿Pero a qué ha venido tan humilde trabajador por estos pagos?
—Estoy
fundido —murmuró el Rata con
la cabeza gacha—.
Mi familia tampoco puede ayudarme. Tenemos hambre, señor —gimoteó.
—No
me haga puchero, Rata querido. Quiero un Rata alegre, quiero un Rata
feliz. Hemos creado muchas fuentes de trabajo —dijo el gato—, ya
se reactivará. ¡Con fe, mi amigo!
Pero al Rata no le quedaba ni esperanza ni
dinero. Apenas una tenue confianza. El gato, muy hábil, se dio
cuenta del riesgo.
—Tranquilo,
querido. No hay dos sin tres —le dijo al Rata—: ¡combatiremos la
pobreza! ¡Ese será mi trabajo! Por los niños pobres que tienen
hambre, por los niños ricos que tienen tristeza. En esta tierra no
quedará ni un solo pobre.
—¿Acabar
por completo con la pobreza? —el Rata frunció
el entrecejo incrédulo,
y salió
arrastrando los pies.
La voz del gato resonó
por los pasillos: “Con
fe, con esperanza. Pobreza cero, mi amigo”.
Pero nada hizo el gordísimo gato, quien, con
las últimas monedas del municipio, amuralló las tierras que había
adquirido.
Hasta que un día, el Rata, flaco como un
alambre, pareció despertar. Se presentó ante el gato de negro y le
anunció que ya no podría ni quería pagar sus impuestos. El gato
indignado le replicó que era su obligación hacerlo, que así lo
habían acordado.
—¿Qué
te paaaasa, Rata? ¿Por qué estás tan nervioso? —alcanzó a decir
el gato antes de verlo desaparecer.
Entonces salió a la calle a pedir la ayuda de
otros, tan pobres como él, y a reclamar frente el municipio. Una vez
en la plaza, lo golpearon y le sacaron los pocos pesos que tenía.
Todo quedó filmado en HD, aunque no hubiera nadie idóneo para
verlo. Maltrecho, se acercó a la Oficina General para hacer la
denuncia correspondiente. La empleada pública, una hiena pariente
lejana del gato, lo mandó de nuevo a casa: “Usté exagera, ¿no se
lo habrá buscado?”.
El Rata furioso subió hasta el despacho del
gato. Cuando entró, lo encontró reposando. Lo esperaba.
—¡Ahora
me doy cuenta de todo! —dijo el Rata, tambaleante—. Te comiste
mis ahorros y el fruto de mi trabajo, me endeudé y me empobreciste.
Vos me pedías esperanza mientras engordabas tu estómago y tus
intereses. Primero, combatir la inseguridad, después generar
trabajo, y ahora terminar con la pobreza, ¡y no hiciste nada de eso!
—Dejá
de mentir, Rata —acusó el gato—. ¿En qué te has transformado?
El
Rata se dejó caer sobre la
silla. Volvían a su mente las promesas. “Pobreza cero”,
murmuraba, negando con abatimiento. Entonces el gato, que ya estaba
bastante cansado de las quejas, acomodó
su gordo cuerpo, se relamió los colmillos e
hizo por fin lo
suyo.
Masticó
con asco. Escupió los huesitos y los empujó, junto a otros miles de
huesitos, debajo de la alfombra, esa que nunca nadie se animaría a
levantar. “Sí, Pobreza cero, mi amigo”, dijo
el gato, orgulloso de haber cumplido tan bien con su trabajo.
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