viernes, 29 de diciembre de 2017

La naturaleza del contrato


Reescritura argentinísima de “El gato y el ratón, socios”, 
de los Hermanos Grimm
Un día, un gato vestido de gris convenció al Rata de que podrían necesitarse y ayudarse mutuamente. Tanto habló el astuto, tanto le subrayó el respeto y el afecto que sentía por él, tanto elogió su capacidad de trabajo incansable, que al Rata le pareció natural que fuera él quien trabajara y que el gato administrara.
Qué alegría que alguien pueda hacerme la vida más apacible mientras yo trabajo —dijo el Rata—. ¡Hay tanto por mejorar en estas tierras!
Si vos me das tu voto de confianza —le dijo el gato— y aportás lo que mejor sabés hacer, yo puedo sacar esta tierra adelante —y al Rata le pareció un acuerdo justo.
Pero todavía no entendía el joven obrero cómo lo llevarían a cabo. Después de una larga reflexión, el gato de gris se lo explicó:
Con fe, con esperanza. Primero, depositando tu rezo en la Iglesia. Y después... depositando tus impuestos en el municipio, justo enfrente —señaló. Y se excusó—: Sabrás que no estamos en el mejor momento, heredamos una tierra devastada, y hay que pasar el invierno...
Así lo hizo el Rata. Confió y pagó. Depositó cada mes una parte de su sueldo en el municipio.
Pero no pasó mucho tiempo sin que el Rata se inquietase por los problemas de su tierra: parecía que el gato no hacía lo suyo. Decidió, entonces, visitarlo en la Oficina General. Al verlo entrar, el gato de traje gris se limpió los bigotes, acomodó su billetera y se mostró ocupado.
¿Qué te trae por aquí, mi amigo? ¿No deberías estar trabajando?
El Rata, con algo de culpa, le explicó que quería saber cómo iba aquello de la solución de los problemas, que eran tantos y tan tremendos, y que le interesaba saber qué cosas maravillosas estaba haciendo con sus aportes.
Yo sé que es injusto que vayas a trabajar todos los días y no sepas si podrás volver mañana —explicó el gato de gris—. Hay que combatir la inseguridad, en eso estoy trabajando.
Es una buena medida. ¡Se nota que te preocupás por mí!
Sin embargo, no había en ello nada de verdad. Así que el gato fue directo al municipio, retiró lo recaudado y compró e instaló en la plaza una cámara de seguridad, solo para conseguir factura. Además contrató cuatro policías para que se pararan en cada esquina de la manzana donde vivía el Rata. Con el resto del botín se compró un traje caro, un nuevo auto y un suntuoso reloj.
Aprovechando la ocasión, visitó amigos y parientes para lucirse, y paseó en yate, relamiéndose los bigotes cada vez que pensaba en las cosas que podría hacer con lo que mes a mes pagaría el Rata.
Pero al poco tiempo, el Rata, ojeroso, volvió a la oficina. Trabajaba de sol a sol, pero el dinero ya no le alcanzaba. Pensó que si el gato administraba, sería prudente contárselo para que encontrara una solución.
Rata, querido —corrió a abrazarlo el gato de negro—. ¡Qué contento estoy de verte, che! —el Rata sintió el vientre redondo del gato como un globo apretando sus costillas—. ¿Qué te trae por acá?
El Rata le contó compungido su problema, y el gato lo animó de inmediato. Le habló del déficit, de la caída del consumo, de la falta de inversión. Y le explicó que en eso estaba trabajando.
¿Sabés cómo se resuelve esto, Ratita? ¡Reactivando el consumo y generando más fuentes de trabajo!
¿Ah, sí? —preguntó el Rata confundido—. Y bueno... si vos lo decís, yo confío.
Confiá, Ratita, confiá. El que depositó confianza, recibirá confianza —sentenció—. Vos seguime, que no te voy a defraudar.
Y nuevamente el Rata creyó y pagó. Pero el gato, afecto al dinero, volvió al municipio y tomó lo recaudado. Creó nuevos puestos burocráticos en los que acomodó a su familia felina, no sin antes ajustar la lista de favores. Hasta sus ancestros tuvieron un lugar, cobrando y dando el voto de confianza al gato, aunque ya no vivieran.
Nada mejor que compartir entre iguales —se dijo el gato.
Tiempo más tarde, acuciado por las deudas, el Rata regresó a la Oficina General. Detrás del escritorio, lo recibió un gato rechoncho, bastante diferente del que había conocido alguna vez. Jugueteaba con unos aviones de papel que parecían hechos de billetes.
Dicen que soy aburrido... reflexionó, mientras lo sobrevolaba un avioncito ¿Pero a qué ha venido tan humilde trabajador por estos pagos?
Estoy fundido —murmuró el Rata con la cabeza gacha—. Mi familia tampoco puede ayudarme. Tenemos hambre, señor —gimoteó.
No me haga puchero, Rata querido. Quiero un Rata alegre, quiero un Rata feliz. Hemos creado muchas fuentes de trabajo —dijo el gato—, ya se reactivará. ¡Con fe, mi amigo!
Pero al Rata no le quedaba ni esperanza ni dinero. Apenas una tenue confianza. El gato, muy hábil, se dio cuenta del riesgo.
Tranquilo, querido. No hay dos sin tres —le dijo al Rata—: ¡combatiremos la pobreza! ¡Ese será mi trabajo! Por los niños pobres que tienen hambre, por los niños ricos que tienen tristeza. En esta tierra no quedará ni un solo pobre.
¿Acabar por completo con la pobreza? —el Rata frunció el entrecejo incrédulo, y salió arrastrando los pies.
La voz del gato resonó por los pasillos: “Con fe, con esperanza. Pobreza cero, mi amigo”.
Pero nada hizo el gordísimo gato, quien, con las últimas monedas del municipio, amuralló las tierras que había adquirido.
Hasta que un día, el Rata, flaco como un alambre, pareció despertar. Se presentó ante el gato de negro y le anunció que ya no podría ni quería pagar sus impuestos. El gato indignado le replicó que era su obligación hacerlo, que así lo habían acordado.
¿Qué te paaaasa, Rata? ¿Por qué estás tan nervioso? —alcanzó a decir el gato antes de verlo desaparecer.
Entonces salió a la calle a pedir la ayuda de otros, tan pobres como él, y a reclamar frente el municipio. Una vez en la plaza, lo golpearon y le sacaron los pocos pesos que tenía. Todo quedó filmado en HD, aunque no hubiera nadie idóneo para verlo. Maltrecho, se acercó a la Oficina General para hacer la denuncia correspondiente. La empleada pública, una hiena pariente lejana del gato, lo mandó de nuevo a casa: “Usté exagera, ¿no se lo habrá buscado?”.
El Rata furioso subió hasta el despacho del gato. Cuando entró, lo encontró reposando. Lo esperaba.
¡Ahora me doy cuenta de todo! —dijo el Rata, tambaleante—. Te comiste mis ahorros y el fruto de mi trabajo, me endeudé y me empobreciste. Vos me pedías esperanza mientras engordabas tu estómago y tus intereses. Primero, combatir la inseguridad, después generar trabajo, y ahora terminar con la pobreza, ¡y no hiciste nada de eso!
Dejá de mentir, Rata —acusó el gato—. ¿En qué te has transformado?
El Rata se dejó caer sobre la silla. Volvían a su mente las promesas. “Pobreza cero”, murmuraba, negando con abatimiento. Entonces el gato, que ya estaba bastante cansado de las quejas, acomodó su gordo cuerpo, se relamió los colmillos e hizo por fin lo suyo. Masticó con asco. Escupió los huesitos y los empujó, junto a otros miles de huesitos, debajo de la alfombra, esa que nunca nadie se animaría a levantar. “Sí, Pobreza cero, mi amigo”, dijo el gato, orgulloso de haber cumplido tan bien con su trabajo.

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