¿Se puede leer a la
persona a través de su escritura?
Cuando
leemos en profundidad la obra de un escritor, siempre queda un halo
palpable que no puede categorizarse dentro de lo que en general
buscamos como lectores: no se trata del argumento, ni del estilo, ni
de sus procedimientos; tampoco de la cuestión biográfica, es algo
que está presente en todo esto, pero que lo excede, lo trasciende.
Quizás es de esas cosas que se captan con la intuición, con el ojo
observador bien ajustado, con la empatía. Cuando leemos a un
escritor, entre sus líneas, en su escritura, leemos una dimensión
humana que nos acerca a la figura de carne y hueso que está detrás
de la palabras.
Descubrí
a Gudiño Kieffer en una serie de encuentros en una “Antibiblioteca”.
Una curiosa idea. Allí nos juntábamos a leer obras que parecían
más bien un atentado a la Literatura. En uno de esos encuentros,
alguien llegó con un libro suyo como si trajera el Santo Grial entre
las manos. Lo había comprado en una mesa de saldos de una librería
de calle Corrientes, lo cual lo hacía doblemente fabuloso para
nosotros, jóvenes de bolsillos magros e ideas arborescentes. Se
trataba de “La hora de María y el pájaro de oro”, del que
leímos algunos cuentos en voz alta. Recuerdo aún el estado de
fascinación, nuestras sonrisas. A esa lectura siguieron las de “Para
comerte mejor” y “Guía de pecadores”. El carácter de
Antibiblioteca estaba obviamente suspendido: se trataba, en este
caso, de un gran escritor. La literatura de Gudiño instalaba un goce
distinto, y en mi vida, particularmente, una felicidad y una búsqueda
que hoy debe estar cumpliendo unos veintitantos años.
Eduardo
Gudiño Kieffer fue un escritor muy prolífico. Más de veinte obras
que abarcan desde la novela, el cuento, el teatro, el ensayo y la
literatura infantil hasta el género biográfico, y una docena de
obras en colaboración con ilustradores e historiadores, circularon
por el mercado editorial a lo largo de treinta años. Se instaló
entre los ojos lectores como un aire fresco que traía las voces
populares, los estereotipos curiosos de Buenos Aires en las páginas
de sus libros. Fue muy leído en la década del 70, estudiado en las
escuelas, consultado como un referente literario en revistas y
diarios de la época.
Sin
embargo, algo eclipsó su nombre, aunque él siguiese muy activo en
el campo cultural como jurado de numerosos concursos, como
periodista, incluso como Director del Fondo Nacional de las Artes.
También dictó talleres literarios a los que han concurrido
numerosos escritores incipientes, que aún hoy recuerdan con cariño
el aliento y la confianza que Gudiño ponía en ellos.
A lo
largo de los años llegué a encariñarme no solo con su cuantiosa
obra, sino también con su figura, con ese misterio que encontraba en
cada lectura, esa cosa innominada de la que hablé, que no puedo
señalar puntual ni materialmente en sus obras, pero que saboreo como
si durante cada lectura se tratara de conversar con un amigo
entrañable.
A
veces siento que sin haberlo conocido en persona, puedo dar cuenta de
cómo era Eduardo como ser humano. Un erudito con un gran sentido del
humor. Un pícaro conversador, rápido, lúcido, atento a la palabra
del otro, un degustador del lenguaje, un gran observador de lo
humano. Además, hay un matiz de calidez y de ternura en su mirada
sobre el mundo que envuelve a los personajes, una mirada empática
que los abraza cómplice, comprensiva. Es difícil imaginar que no
fuera esta misma la mirada a través de la que se vinculaba
cotidianamente con quienes lo rodeaban.
Por
otro lado, la generosidad y la curiosidad pueden intuirse también
entre sus líneas. Un espíritu abierto a celebrar lo popular, pero
al mismo tiempo refinado y culto, capaz de transitar y pertenecer a
los dos mundos: el alto y el bajo Buenos Aires. Pero cómo saber si
esto no es mera proyección, si no es mi idealización, mi
imaginación actuando sobre su obra.
En
estos meses tuve la suerte de entrar en contacto con gente que sí lo
ha conocido y ha tenido trato con él. Y lo curioso, lo maravilloso,
es que fueron confirmando mis impresiones en sus anécdotas, en el
recuerdo que guardan de él y que han compartido conmigo.
Tierno
y simpático: “Iba siempre al mismo bar, El poncho, y era
resimpático con todos, se hacía amigo de todo el mundo”. Así lo
recuerda Mauro Tommasi, quien tuvo algunos encuentros con él, que
trascendían lo que podría ser un formato de taller y hundían sus
raíces en la conversación amena, en la experiencia personal. Estos
encuentros se dieron meses antes de la muerte del escritor, en
septiembre de 2002: “Él sabía que se estaba muriendo, pero no
perdía el humor; ni hablaba de eso”. Le prestó sus libros (una
fabulosa edición de “Alicia en el país de las maravillas”), lo
alentó en la escritura de poesía y relato, y le dedicó su libro
“Fabulario” haciendo hincapié en la esperanza que las voces
jóvenes representaban para él y para la Literatura, aspecto que
Eduardo destacaba siempre en las entrevistas, acorde con su espíritu
innovador y poco solemne. Cuenta Mauro que ante la pregunta sobre qué
estaba leyendo, al responder el nombre de Ana María Shua, Eduardo
tomó inmediatamente la agenda y lo contactó con ella. Así de
resolutivo y generoso era.
La
confianza, el aliento a los nuevos escritores es lo que igualmente
rescata Ana María Cabrera, escritora y editora, quien tomó algunas
clases de taller literario en su casa y con quien llegaron a ser muy
buenos amigos. “Escribía a escondidas. Era muy insegura (…)
Eduardo fue el primer escritor que cuando un día le pregunté: -¿Te
parece que llegaré a ser escritora? Él me contestó: ya sos una
escritora”, recuerda Ana María en una entrevista realizada en mayo
de este año.
Ana
María señala, además, el interés compartido por temas como el
papel del escritor y la investigación histórica, el rol de la mujer
y el valor de la educación sexual en los sectores más necesitados,
“Pensemos que en plena época de la dictadura hablábamos sobre
esos temas. Unos adelantados”. El compromiso político no le fue
ajeno, ni su agudeza para captar el núcleo central de las
problemáticas sociales.
Tanto
Mauro como Ana María coinciden en hablar sobre él con entusiasmo,
con agradecimiento. Ana María fue parte de la organización del
homenaje que se le hizo al escritor en el 2016, “Fue muy emotivo
(...) hablamos de sus cualidades literarias pero sobre todo del gran
amigo que fue”, y agrega: “Eduardo Gudiño Kieffer fue un gran
ser humano”.
Si
es que no puede leerse a la persona en su escritura, entonces, por lo
menos, creo que Gudiño Kieffer merece ser leído por la riqueza de
recursos técnicos, la amplísima cantidad de temas, por la
originalidad de sus ideas y por varios personajes exquisitos,
memorables. Pero si la respuesta a mi pregunta es “sí”, si se
puede efectivamente intuir, leer a la persona en su escritura,
entonces, quizás haya podido conocerlo tanto como lo conocieron
quienes trataron con él. Ni las lecturas y relecturas, ni la
investigación de años, ni la charla con quienes compartieron su
vida fue en vano. A través de su obra conocí a un maestro, y él se
lleva de mí, además de una lectora cómplice, una amiga.
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