lunes, 17 de junio de 2019

Gudiño Kieffer: el hombre, el escritor y la lectora


¿Se puede leer a la persona a través de su escritura?
Cuando leemos en profundidad la obra de un escritor, siempre queda un halo palpable que no puede categorizarse dentro de lo que en general buscamos como lectores: no se trata del argumento, ni del estilo, ni de sus procedimientos; tampoco de la cuestión biográfica, es algo que está presente en todo esto, pero que lo excede, lo trasciende. Quizás es de esas cosas que se captan con la intuición, con el ojo observador bien ajustado, con la empatía. Cuando leemos a un escritor, entre sus líneas, en su escritura, leemos una dimensión humana que nos acerca a la figura de carne y hueso que está detrás de la palabras.
Descubrí a Gudiño Kieffer en una serie de encuentros en una “Antibiblioteca”. Una curiosa idea. Allí nos juntábamos a leer obras que parecían más bien un atentado a la Literatura. En uno de esos encuentros, alguien llegó con un libro suyo como si trajera el Santo Grial entre las manos. Lo había comprado en una mesa de saldos de una librería de calle Corrientes, lo cual lo hacía doblemente fabuloso para nosotros, jóvenes de bolsillos magros e ideas arborescentes. Se trataba de “La hora de María y el pájaro de oro”, del que leímos algunos cuentos en voz alta. Recuerdo aún el estado de fascinación, nuestras sonrisas. A esa lectura siguieron las de “Para comerte mejor” y “Guía de pecadores”. El carácter de Antibiblioteca estaba obviamente suspendido: se trataba, en este caso, de un gran escritor. La literatura de Gudiño instalaba un goce distinto, y en mi vida, particularmente, una felicidad y una búsqueda que hoy debe estar cumpliendo unos veintitantos años.
Eduardo Gudiño Kieffer fue un escritor muy prolífico. Más de veinte obras que abarcan desde la novela, el cuento, el teatro, el ensayo y la literatura infantil hasta el género biográfico, y una docena de obras en colaboración con ilustradores e historiadores, circularon por el mercado editorial a lo largo de treinta años. Se instaló entre los ojos lectores como un aire fresco que traía las voces populares, los estereotipos curiosos de Buenos Aires en las páginas de sus libros. Fue muy leído en la década del 70, estudiado en las escuelas, consultado como un referente literario en revistas y diarios de la época.
Sin embargo, algo eclipsó su nombre, aunque él siguiese muy activo en el campo cultural como jurado de numerosos concursos, como periodista, incluso como Director del Fondo Nacional de las Artes. También dictó talleres literarios a los que han concurrido numerosos escritores incipientes, que aún hoy recuerdan con cariño el aliento y la confianza que Gudiño ponía en ellos.
A lo largo de los años llegué a encariñarme no solo con su cuantiosa obra, sino también con su figura, con ese misterio que encontraba en cada lectura, esa cosa innominada de la que hablé, que no puedo señalar puntual ni materialmente en sus obras, pero que saboreo como si durante cada lectura se tratara de conversar con un amigo entrañable.
A veces siento que sin haberlo conocido en persona, puedo dar cuenta de cómo era Eduardo como ser humano. Un erudito con un gran sentido del humor. Un pícaro conversador, rápido, lúcido, atento a la palabra del otro, un degustador del lenguaje, un gran observador de lo humano. Además, hay un matiz de calidez y de ternura en su mirada sobre el mundo que envuelve a los personajes, una mirada empática que los abraza cómplice, comprensiva. Es difícil imaginar que no fuera esta misma la mirada a través de la que se vinculaba cotidianamente con quienes lo rodeaban.
Por otro lado, la generosidad y la curiosidad pueden intuirse también entre sus líneas. Un espíritu abierto a celebrar lo popular, pero al mismo tiempo refinado y culto, capaz de transitar y pertenecer a los dos mundos: el alto y el bajo Buenos Aires. Pero cómo saber si esto no es mera proyección, si no es mi idealización, mi imaginación actuando sobre su obra.
En estos meses tuve la suerte de entrar en contacto con gente que sí lo ha conocido y ha tenido trato con él. Y lo curioso, lo maravilloso, es que fueron confirmando mis impresiones en sus anécdotas, en el recuerdo que guardan de él y que han compartido conmigo.
Tierno y simpático: “Iba siempre al mismo bar, El poncho, y era resimpático con todos, se hacía amigo de todo el mundo”. Así lo recuerda Mauro Tommasi, quien tuvo algunos encuentros con él, que trascendían lo que podría ser un formato de taller y hundían sus raíces en la conversación amena, en la experiencia personal. Estos encuentros se dieron meses antes de la muerte del escritor, en septiembre de 2002: “Él sabía que se estaba muriendo, pero no perdía el humor; ni hablaba de eso”. Le prestó sus libros (una fabulosa edición de “Alicia en el país de las maravillas”), lo alentó en la escritura de poesía y relato, y le dedicó su libro “Fabulario” haciendo hincapié en la esperanza que las voces jóvenes representaban para él y para la Literatura, aspecto que Eduardo destacaba siempre en las entrevistas, acorde con su espíritu innovador y poco solemne. Cuenta Mauro que ante la pregunta sobre qué estaba leyendo, al responder el nombre de Ana María Shua, Eduardo tomó inmediatamente la agenda y lo contactó con ella. Así de resolutivo y generoso era.
La confianza, el aliento a los nuevos escritores es lo que igualmente rescata Ana María Cabrera, escritora y editora, quien tomó algunas clases de taller literario en su casa y con quien llegaron a ser muy buenos amigos. “Escribía a escondidas. Era muy insegura (…) Eduardo fue el primer escritor que cuando un día le pregunté: -¿Te parece que llegaré a ser escritora? Él me contestó: ya sos una escritora”, recuerda Ana María en una entrevista realizada en mayo de este año.
Ana María señala, además, el interés compartido por temas como el papel del escritor y la investigación histórica, el rol de la mujer y el valor de la educación sexual en los sectores más necesitados, “Pensemos que en plena época de la dictadura hablábamos sobre esos temas. Unos adelantados”. El compromiso político no le fue ajeno, ni su agudeza para captar el núcleo central de las problemáticas sociales.
Tanto Mauro como Ana María coinciden en hablar sobre él con entusiasmo, con agradecimiento. Ana María fue parte de la organización del homenaje que se le hizo al escritor en el 2016, “Fue muy emotivo (...) hablamos de sus cualidades literarias pero sobre todo del gran amigo que fue”, y agrega: “Eduardo Gudiño Kieffer fue un gran ser humano”.
Si es que no puede leerse a la persona en su escritura, entonces, por lo menos, creo que Gudiño Kieffer merece ser leído por la riqueza de recursos técnicos, la amplísima cantidad de temas, por la originalidad de sus ideas y por varios personajes exquisitos, memorables. Pero si la respuesta a mi pregunta es “sí”, si se puede efectivamente intuir, leer a la persona en su escritura, entonces, quizás haya podido conocerlo tanto como lo conocieron quienes trataron con él. Ni las lecturas y relecturas, ni la investigación de años, ni la charla con quienes compartieron su vida fue en vano. A través de su obra conocí a un maestro, y él se lleva de mí, además de una lectora cómplice, una amiga.

No hay comentarios:

Publicar un comentario