Romperse para trascender
Cuando aprendés algo nuevo, y me refiero a algo completamente nuevo
(desde el formato, el tema, el enfoque), sentís que te rompés por
dentro. Pero hablo de un “romper” trascendente, algo así como
salir del huevo, o agrietar el molde. Empezás a cuestionarte todo lo
que construiste, cómo, desde qué lugar. Entrás en un doble diálogo
con el aprendizaje: desde el estudiante que sos, que se está
transformando, y desde el docente, también, cuando te dedicás a
eso. ¿Cómo construimos conocimiento? ¿A qué le llamamos
“conocimiento”? ¿Y para qué sirve? ¿Nos sirven las formas
hasta ahora conocidas de enseñar-aprender y construir conocimiento?
Hace unos meses que me estoy rompiendo. Es un proceso. Hubo otros
quiebres antes, pequeñas rajaduras que terminaron de abrirse ahora.
Ser docente de secundaria en esta escuela virtual empujó de un lado;
las prácticas narrativas empujaron del otro; mis trabajos finales
del profesorado de yoga ajustaron un poquito más; el proceso de
cierre de un proyecto colectivo terminó de apretar, y ¡crack!:
escribo.
Y porque mi forma de pensar es escribiendo, acto doble y extraño que
ejercí toda mi vida, y porque todo saber, ahora lo entiendo, es
absolutamente personal y experiencial, para explicar por qué creo
que necesitamos un cambio de paradigma educativo YA, necesito empezar
a pensar y comunicar este quiebre hablando de mí.
Pequeñísimo relato autobiográfico que viene al caso: sobre las
fisuras
Mi relación con el conocimiento es esencial y es parte de mi
identidad. Creo que quien enseña, debe aprender constantemente, y
que quien aprende, enseña. Si la relación enseñanza-aprendizaje es
efectiva, es profunda, es significativa, el proceso es simétrico:
todo maestro es aprendiz y todo aprendiz, maestro. La
enseñanza-aprendizaje es una experiencia de transformación
recíproca, nunca terminada, y esto no deja jamás indiferente a la
construcción de nuestra identidad. Esa es la base sobre la que estoy
pensando este texto, este proceso. Esta idea, a pesar de ir a
contrapelo de todo lo que me enseñaron, y que se han esforzado en
aniquilar, siguió latiendo calladita, hasta hoy.
Soy muy curiosa. Me gusta saber. Me gusta entender. No acumular
enciclopédicamente, sino hacer cuerpo, hacer forma de vida ese
conocimiento. Solo puedo aprender lo que me interesa. Si pierdo el
interés, lo dejo. Estudié en instituciones públicas y privadas, de
forma presencial, online, autodidacta, hice estudios académicos de
grado y posgrado, estudios no académicos, aprendí oficios, saberes
puntuales, prácticas. Hice una lista. Sí, es absurdo, lo sé, pero
necesitaba hacer una lista para “ver”, para pensar mi relación
con lo aprendido dentro de mi historia personal. Aprendí toda mi
vida, estudié más de 30 cosas distintas, a lo largo de 35 años,
eso es mucho tiempo; sin embargo, las verdaderas preguntas
transformadoras sobre el conocimiento llegaron hace unos 4 años
atrás, y el problema nace irónicamente con las formas
institucionalizadas de aprendizaje.
Como investigadora, me preguntaba para qué servía pertenecer a un
engranaje institucional, a quién le interesaba, además de a mí, lo
que pudiera “producir” como conocimiento académico. Me
preguntaba por la utilidad de un conocimiento que solo le sirve, y
con suerte, a otro investigador del mismo tema específico, aunque
eso no tenga ninguna incidencia fundamental ni práctica para la
sociedad. Di vueltas sobre este asunto, me conflictuó durante mucho
tiempo. Resultado: Dejé la investigación formal.
Como estudiante de doctorado me daba cuenta de que si no entraba en
un molde de ciertas prácticas académicas y humanas, entonces no
podía avanzar en “ese” camino de conocimiento. La rueda de
discursos y formas autorizadas, de relaciones de poder que había que
conocer y respetar, de burocracias procedimentales, me pasó por
arriba y me aplastó. Valía más la forma que se le daba a un saber,
que el propio saber. La solemnidad no admite pasiones. Entonces,
también dejé.
Lo que más ruido me hacía de ambas prácticas, además de la
abstracción absurda y la pedantería, era la falta de colaboración,
la descalificación, el proceso de deshumanización en la
“fabricación” de un conocimiento, y la solemnidad innecesaria.
Sin contar que soy mujer, con las implicancias que eso todavía tiene
en nuestra sociedad respecto del conocimiento y más aún en las
instituciones académicas. Me dejé doblegar, lo reconozco y no me
enorgullece, pero es lo que pude en ese momento. Esas dos piedras en
el camino me hicieron sentir un bicho raro. Hubo excepciones, claro,
unos pocos profesores, algún compañero “desertor” que me
mostraba el camino, algún rebelde irreverente que devolvía la
esperanza.
Pensé que el problema era yo. Y lo era en parte. Porque creía que
aprender era válido en cierto marco, de cierto modo. Lo peor es que
yo misma reproduje durante muchos años esa forma de acercamiento al
saber, esa forma de aprender. Pobres mis estudiantes de mis primeros
años de docencia, les pido disculpas de corazón por mi ignorancia.
Hice lo que pude, lo que mi mirada limitada me permitía ver.
Me sentía confundida. Amo aprender, me apasiona, pero las formas de
hacerlo “legitimadas” en nuestra sociedad, paradójicamente, me
mataban todo amor posible por el conocimiento. Por otro lado, armando
mis clases, en mi práctica diaria, a prueba y error, a fuerza de
escucha, observación y análisis, recuperaba ese amor perdido y
aprendía más sobre “enseñar y aprender” que lo que aprendí de
los que me “enseñaron a enseñar”.
La otra cosa que me confundía era que yo estudiaba con la
creencia/intuición de que saber te hacía más libre, más
consciente, y que ese saber era una herramienta útil para la propia
vida y para los demás. Sin embargo, me atasqué tanto de
“conocimiento intelectual”, lo que yo confundía con “saber”,
que empecé a desconectar lo aprendido de mi propio cuerpo, de mi
propia experiencia y de mi intuición, y paradójicamente cuanto más
“Conocía”, más infeliz e inútil me sentía: no solo porque la
racionalidad extrema me vació y me endureció, sino porque todo eso
que se supone que sabía no me servía para nada.
Hoy, por suerte, me rompí. Algo se desarma. Empiezo a darle voz
legítima a lo que llamaba intuitivamente “aprender” y
“conocimiento”, y entiendo por qué no estaba encajando con esas
prácticas académicas de las que me aparté hace unos años. También
cobran relevancia otras prácticas no reconocidas por mí como
prácticas de construcción de conocimiento, que se desarrollaban en
paralelo silenciosamente, y ahora saltan con la fuerza de un géiser,
por esas grietas que deja la vieja estructura de mi forma de aprender
y de enseñar.
En este vórtice se juntaron cuatro variables de transformación
alquímica: la escuela (o esta pantomima de sostener lo insostenible)
en condiciones virtuales; algunas prácticas paralelas que vine
desarrollando con un grupo de Profes de Literatura; el aprendizaje
del yoga; y una serie de charlas sobre Terapia narrativa que me
abrieron nuevos caminos para pensar(me).
Aprender yoga: el conocimiento es experiencial
Escribir, leer y pensar son prácticas que realizo de manera
esencial, vital, diría, porque me pasan por el cuerpo y son las que
trazan mi proyecto de sentido. La misma curiosidad me llevó a querer
profundizar en ellas. Las estudié. Pero mi experiencia práctica se
parecía bastante poco a lo que académicamente me enseñaron que
eran, y terminaron siendo un puro estímulo intelectual que dejaba de
lado el cuerpo.
Así fue que empecé a vaciarlas (y vaciarme) de sentido, y me
desconecté de mi cuerpo, descalificando los saberes concretos de mi
experiencia en pos de los construidos por mi intelecto.
En esas condiciones llegué al yoga. Había hecho yoga antes en
periodos intermitentes, también había estudiado informalmente
filosofía comparada (oriental-occidental), pero nunca había unido
las dos cosas en la práctica.
Hacer yoga es meditar en movimiento. Ampliar al máximo nuestra
disposición de presencia. El cuerpo es vehículo para un saber más
elevado, y se alcanza en la práctica. El estudio de los textos
filosóficos es solo uno más de los pasos en la búsqueda de esa
unidad, pero no es el único. Entonces, avancé en la práctica y en
el estudio de la práctica, ambas cosas. Y ese fue el mazazo
decisivo, el primer ¡crack! para entender que con mis otras
prácticas había hecho todo mal: había intelectualizado los saberes
que debían construirse desde el hacer mismo; había anulado el
cuerpo en el proceso de aprendizaje; y había vaciado de sentido esos
saberes al alejarlos de la experiencia vital.
Además de la reconexión con el cuerpo, la práctica de yoga me
devolvió algo fundamental que había perdido: el estar presente en
todos los aspectos de mi vida. Es curioso, porque antes de eso, el
único momento de presencia, donde sentía que se potenciaba el aquí
y ahora, era cuando entraba al aula y enseñaba-aprendía. Esa era mi
práctica meditativa. Mi espacio de trascendencia, de sentido.
Con el yoga recuperé un saber que mi intuición ya conocía, y
consiste en que el conocimiento es experiencial, que sucede
involucrando el cuerpo, la emoción, la mente, una práctica vital de
unidad que se da solo en la potencia del presente. Y que además, es
mucho más trascendente cuando compartimos con otros el mismo
espacio.
Pero en medio de esta fuerte certeza, irrumpió, paradójicamente, la
incertidumbre del aislamiento y el desafío de un aprendizaje sin
cuerpos presentes, distanciados, y de temporalidades diferidas,
fragmentadas, deslimitadas, donde nada es presente o al mismo tiempo,
todo es presente. ¿Y ahora?
La escuela virtual: la ceguera del sentido y dos o tres hilitos de
luz
Hace 70 días que venimos haciendo un esfuerzo ciclópeo por sostener
una práctica que repentinamente (o no tanto) se vació de sentido.
En pleno aislamiento los docentes estamos listos para construir la
educación a distancia como lo estaría alguien dispuesto a revolver
la olla popular con una cucharita de té. Nos capacitamos en
herramientas tecnológicas y nuevos lenguajes a los tumbos, revisamos
prioridades de contenidos que en este contexto pierden sentido,
amoldamos nuestros tiempos personales al sin tiempo del aislamiento
para “enseñar” a un montón de nombres silenciosos y
desconocidos detrás de una pantalla.
Vamos como ciegos chocándonos entre nosotros contra la tecnología,
el desinterés, el sentido de la práctica, el volumen de trabajo, la
desidia, la falta de pago, las miles de vías comunicativas por las
que llegan los trabajos en cualquier horario, etc. Atención
diversificada, horarios desdibujados, pero sobre todo, un vínculo
con un Otro completamente inaccesible y mudo.
Intentamos construir conocimiento con una ausencia. No hay feedback,
en general, no responden a nuestros mensajes, ni a nuestras
coordenadas de encuentro virtual; en la mayoría de los casos
desconocemos lo que sucede en sus realidades personales, y mientras
que antes podíamos captarlo intuitivamente por una sonrisa, una
disposición física, una observación de un cuerpo en su
vincularidad, ahora no podemos siquiera conjeturar ni imaginar,
porque sin cuerpos, ni palabras, no hay nada.
El Estado y las instituciones escolares nos piden que cambiemos la
lógica que vinimos sosteniendo burocráticamente desde que se creó
la escuela; ahora: enseñar sin cuerpos, enseñar sin notas.
Históricamente construimos un vínculo con el aprendizaje desde el
“merecimiento”, desde los premios y castigos, lo correcto y lo
incorrecto, desde lo medible y la competencia. Así se estructura la
progresión del proceso de conocimiento para la escuela, y así caló
hondo en estudiantes, familias y docentes, que entienden que enseñar
y aprender es acreditar un conocimiento repitiéndolo y ejecutándolo
correctamente bajo ciertas pautas que son medidas y valoradas con una
escala que indica merecimiento a un reconocimiento social. Monstruoso.
Todos de acuerdo. Pero de repente pretenden que toda una comunidad
escolar empiece a entender el conocimiento y el proceso de otro modo,
y entonces nadie entiende qué hacer, ni qué se espera de cada uno,
ni del proceso en sí, y el delgado hilo que nos une se rompe.
En el fondo, algunos festejamos que se rompa, pero ¿así?, ¿ahora?,
¿justo ahora? Este cambio repentino causa angustia. La confusión
causa angustia. La ausencia de cuerpos causa angustia. Cada uno se
abraza a su pedacito de madera y flota como puede, en la
incertidumbre. Pero ojo, que no se note, hay que hacer, producir,
“mostrar que estamos trabajando”, así me dijo un directivo. La
verticalidad no propone, impone. Qué difícil volver a pensar un
sentido para el aprender-enseñar en un contexto donde la ceguera
reina, y el aislamiento, pero también la sordera.
Y a veces las cosas tocan como tocan, y quizás si esta crisis no
rompiera tan categóricamente con nuestra “experiencia” de
aprender-enseñar en la escuela, no se daría la posibilidad de
hacernos tantas preguntas necesarias.
En medio de esta ceguera, de esta oscuridad total, unos rayitos de
luz titilan. Por aquí, un mensaje de una compañera preocupada por
un curso que no responde: ¿Qué hacemos? ¿Cómo vas vos? ¿Hay
alguna práctica que te haya resultado? Las mejores preguntas oídas
en todo este tiempo. El proceso de aprender y enseñar se construye
con otros: con los chicos, sí, pero entre pares. Por allá, el
mensaje de un alumno que me dice: Profe, tranquila, lo estás
haciendo bien, decime cómo te puedo ayudar. Reconocer que ellos
saben mucho sobre nuestras prácticas también, que te guíen,
dejarte guiar y agradecerlo. Por otro lado, varios colegas, de otros
ámbitos, incluso desconocidos que empezás a contactar y que están,
como vos, deseando que algo cambie, deseando entender, dispuestos a
romperse para construir de nuevo, sobre la práctica, un
acercamiento verdadero a aprender y enseñar para la vida, con
sentido, con amor.
Empiezo a entender que lo que ya no funciona en la escuela, en la
educación institucional en general es la verticalidad. Si hay algo
que podemos hacer para empezar una nueva forma de
aprendizaje-enseñanza es promover la horizontalidad. Todos tenemos
un saber valioso para aportar y debe ponerse a circular
colaborativamente. Pero para eso necesitamos canales de diálogo y
escucha respetuosa del Otro, y estar dispuestos a disolver las
comodidades que nos proporcionaron hasta ahora las jerarquías con
sus privilegios de poder.
Prácticas narrativas: cuestionar la forma en que construimos los
saberes/los relatos
Acá me trajo la curiosidad. Investigaba sobre la escritura como
forma de construir identidad, la escritura como forma de
subjetivación, y entre las quince pestañas que desplegué, una era
sobre “Terapia narrativa”. Desde allí, todo se dispuso a
suceder: no sé muy bien cómo (no importa), cada sábado me conecto
con esta práctica que me ayudó a dar voz a la intuición acallada.
En las prácticas narrativas se habla de “resonancias”, de
identificar en el relato del otro algo que nos toca y entra a
dialogar con algo nuestro, haciendo sentido. Yo lo veo como un
puente, como un tejido de significados que se construye entre dos, y
que une personas y experiencias, enriqueciendo mutuamente sus vidas.
En las charlas se habla sobre que “la persona no es el problema, el
problema es el problema”, y también sobre “saberes locales”,
“trabajo colaborativo”, “ética y política de las prácticas”,
así como “descentramiento del terapeuta narrativo del lugar del
saber” y de cuestionar la construcción de nuestro lugar de
enunciación, siendo conscientes de nuestros privilegios de clase,
mirada de mundo, etc. al momento de ejercer nuestras prácticas.
Todo esto me resuena, en los términos en los que se usa la palabra
en esta práctica. Cada clase se trata de desandar formas de pararme
ante el mundo y ante los otros que estaban aprendidas y que me
rompen, pero al romperme me liberan de la carga de tener que aceptar
una forma de relacionarme con el saber que no me representa.
El saber, allí, circula horizontalmente y en red. Quienes participan
aportan desde su experiencia, y mediante el diálogo abierto y
respetuoso, su propia perspectiva sobre algunas cuestiones puntuales
que se propone discutir. Me encontré, además, con gente generosa
que abre sus bibliotecas virtuales para quien guste aprender, un
contraste notable con la mezquindad académica que viví durante
años.
Y quizás las dos cosas más valiosas y sorprendentes con las que
resoné fue que el conocimiento que se construye en las prácticas
narrativas es útil, es una verdadera herramienta de toma de
conciencia para promover la libertad de construir vidas más plenas,
y al mismo tiempo, el empoderamiento individual y colectivo; y que
ese conocimiento es transformador para ambas partes, para quien guía
la práctica y para quien elige transitarla como herramienta de
reescritura de su propia vida.
Entonces… no era yo el problema. Las formas de educación
institucionalizada eran el problema. Pero se puede aprender y enseñar
diferente. Se puede construir conocimiento útil de una forma
diferente. Podemos mirarnos de nuevo como aprendices y enseñantes y
volver a escribir el relato de nuestra vida en relación con el
saber.
En eso estoy. De la manera más imperfecta, buscando, equivocándome,
preguntando, invitando a otros a construir juntos nuevas formas de
enseñar y aprender. Tomando decisiones. Tratando de construir una
ética.
El grupo de Profesores de Literatura: La práctica colaborativa
Invitar a gente a compartir saberes y crear juntos conocimientos
útiles, en realidad, no es nuevo para mí. Lo que sí es nuevo es
valorarlo como un modo legítimo de construir conocimiento. Lo nuevo
no es la práctica, sino los ojos con los que la miro ahora.
Hace 6 años atrás, movida por un interés personal de mejorar mi
práctica docente, y pensando que mis inquietudes podían ser también
las del resto, armé un grupo de Facebook para Profesores de Lengua y
Literatura. En ese entonces se me había vuelto una necesidad
intercambiar pareceres y experiencias con compañeros de práctica,
en un contexto donde cada uno hacía su tarea de forma aislada (ni
siquiera me cruzaba con mis pares en las instituciones donde
trabajaba), y además donde quería romper con la forma que me habían
enseñado a enseñar, que no me servía y tampoco a mis estudiantes,
claro.
Romper con los modelos aprendidos genera mucha incertidumbre, nos
deja “vulnerables”, y no conocía, en ese entonces, compañeros
que armaran sus clases de una forma que resonara con la mía, o con
lo que yo quería que sucediera en ese espacio que se abría con mis
estudiantes en cada encuentro. Entonces, armé un grupo con los 20
contactos que tenía: excompañeros de estudio y colegas de escuela
con los que había trabajado.
En ese espacio compartí todos los materiales que había armado a lo
largo de los años y que me habían resultado valiosos. Compartí
ideas, experiencias y preguntas. Invité al resto a hacer lo mismo. Y
para mi sorpresa, se sumaron con entusiasmo. Empezaron los debates
sobre temas particulares de nuestra práctica: canon escolar, cómo
leer, cómo interpretar diseños curriculares, el sentido de evaluar
y cómo, cómo trabajar con el interés y la atención real de los
chicos, cómo atender necesidades de otro tipo que se “filtraban”
a partir de la literatura, etc.
Me hacían pensar, compartían sus propias experiencias en la
práctica, que yo rearmaba, ajustaba, y replicaba en mi espacio
áulico. Me sentía agradecida, contenida por esa red de colegas. Al
mismo tiempo recibía mensajes de agradecimiento de gente que
replicaba mis experiencias en sus clases, y funcionaban. De repente,
aprendía. Aprendía rápidamente y también enseñaba. Armamos una
red colaborativa, con gente de Argentina pero también de otros
países del mundo, que no paraba de crecer y que nos transformaba a
todos, junto con nuestras prácticas.
Los primeros años fueron un trampolín a una forma de enseñar y
aprender que estaba colmada de amorosidad y de sentido. Eso se
replicó en el vínculo con mis estudiantes, a quienes veía
aprender, y quienes agradecían. Yo aprendía de ellos también, se
los hacía saber, y sin embargo, no sé si alguna vez entendieron que
ese acto intentaba reconocerlos como mis maestros. Supongo que la
estructura escolar no los prepara para pensarse y vivenciarse como
capaces de enseñarnos algo a nosotros, los “profesores”. Y creo que es necesario romper con esto también.
Con el crecimiento exponencial del grupo empezaron a aparecer algunas
situaciones que requerían que, como administradora, tomara
decisiones, y ahí comenzó a cobrar relevancia el tema de la ética
y la política de esa práctica grupal, de esa red de capacitación
horizontal que estábamos construyendo. Se volvió una necesidad
repensar el por qué y el cómo de esa práctica, y valorar eso que
ya no era “un experimento, una invitación a unos pocos conocidos
a ayudarnos entre sí”, sino que era un espacio donde muchos
enseñantes estaban, como yo, aprendiendo de nuevo lo que era
enseñar, mirar y pensar nuestras prácticas diferente.
Qué permitir y qué no: qué admitir en el trato entre colegas, qué
publicaciones eran pertinentes de acuerdo con nuestros saberes, si
podía lucrarse o no con proyectos personales en el grupo, si
permitir o no el material digital sin consentimiento del autor, si
algún miembro era “merecedor” de permanecer o no en el grupo,
etc., fueron algunas de las cuestiones sobre las que construir una
ética.
Pero a veces las cosas iban más allá. Llegaban reportes de
publicaciones odiadas por unos, amadas por otros, a veces mensajes de
quejas entre compañeros (¡Adultos!) sobre el trato que tal o cual
le había dispensado y exigiendo aleccionamiento de mi parte, y hasta
mensajes que pedían la cabeza del administrador (la mía, claro) por
permitir que en un grupo de “profesores” se filtren chicos que
pedían ayuda con sus tareas. Tambien, y con frecuencia, se
malograban discusiones pertinentes por acusaciones de política
partidaria. Por no mencionar los mensajes que pedían que se
eliminara gente por los motivos más diversos. Yo misma me encontraba
incómoda decidiendo a quién admitir o no, a veces teniendo que
chequear perfiles personales, haciendo trabajo de “sahueso”. No,
yo no quería ese lugar para mí. Mis intereses al crear el grupo no
iban por ahí. Pero tenía que enfrentarlo. Ese fue el punto de
inflexión para empezar a perder el entusiasmo y el amor por ese
espacio que ya no estaba siendo para nada abierto al otro y
colaborativo.
Pero antes vino la gran lección. Tuve que aprender a tomar posición
visible. A hacerme responsable por aquello que había creado, sin
querer. Como el famoso Víctor: la criatura me reclamaba atención y
cuidados, y yo me estaba escapando. Por otro lado, asomaba otra
cuestión incómoda: hacerse visible implica mostrarse, exponerse,
disolver la horizontalidad. Y eso trajo una consecuencia polémica
para mí: recibía mensajes de “apoyo”, por las decisiones que
tomaba o por las cosas que decía, más que por las experiencias o
materiales compartidos. Se abrían posibilidades de sacar un provecho
económico, que yo rechazaba por no ser compatible con la idea
desinteresada y horizontal del grupo. Al mismo tiempo, fueron
creándose otros grupos específicos, y empezaban a aparecer mensajes
comparativos, replicando la lógica del sistema escolar, que
estimulaban la competencia o el señalamiento de “lo correcto/lo
incorrecto” en tal o cual acción del grupo respecto de otros
grupos.
Miraba con perplejidad e inacción, lo confieso, todo lo que empezaba
a suceder. ¿Asomaban los “personalismos”? ¿Me estaba volviendo
juez? ¿Estaba replicando el modelo escolar? ¿Se condecía mi
práctica en ese rol y sus consecuencias con lo que yo creo que es
construir conocimiento y aprender-enseñar? Empecé a crujir, más
grietas, y profundas. Ese fue el punto donde sentí que tenía que
correrme de allí. Descentrar. Sentía que se estaba rompiendo la
horizontalidad. Y que ese no era el sentido de lo que habíamos
creado juntos.
Entonces, fue cuando me rompí, otra vez. Y me pareció una buena
idea que fuera otra persona la que administrara, la cara visible,
alguien que entendiera cuál era el verdadero sentido de ese espacio
y que le gustara gestionar, y solo dedicarme a aportar lo que sí
creo que puedo hacer de forma valiosa: mis experiencias en la
práctica, el intercambio de ideas entre pares, como pares.
La horizontalidad se construye desarticulando las jerarquías,
cuestionándolas sanamente, renunciando a los personalismos y los
beneficios-privilegios de determinados lugares de poder, abrazando la
idea de que todos tenemos algo igual de valioso que aportar, que
decir y que decidir.
¿Y a dónde iba con todo esto de romperse?
Decía al comienzo que este es el momento de romperme. Quizás es el
momento de “romper” para todos, en general. Pero no puedo hablar
por los demás, puedo hablar por mí. Y yo me rompí, para encontrar
mi propia voz en esto que es aprender y enseñar. Rompí estructuras,
escalas de valores, viejos conceptos, prácticas; rompí lazos,
proyectos, espacios construidos y certezas cómodas. En muchos casos
las rompí en mi cabeza, pero todavía me falta romperlas en la
verdadera práctica, porque las hice carne, y probablemente sigo
replicando cosas que ya no quiero, pero para erradicarlas necesito,
primero, hacerme consciente de ello.
Ahora lo que me queda es mucha incertidumbre, una responsabilidad
ética de pensar mi práctica de manera constante y un conocimiento
intuitivo con su propia voz, más fortalecido, que me dice por dónde
ir, aceptando que ese “hacia/por dónde” no es el único posible
y que no tiene garantías de certezas ni ganancias, pero que es
valioso por ser colaborativo, horizontal, amoroso, abierto al
diálogo, que pasa por el cuerpo y con presencia, pulsado por la
curiosidad y la necesidad vital (y de sentido personal) y no desde el
deber ni la legitimación social.
Todo esto que llevo meses agrietando (y procesando) hoy tomó una
forma concreta: una necesidad pujante de ser dicho para ser pensado y
visto claramente, pero también practicado. Necesito habitar un nuevo
paradigma educativo.
Tuve que romperme para entender que mi identidad es, entre otras
cosas, una enorme necesidad de aprender y enseñar, porque esa es mi
manera de vincularme con el mundo, con el Otro. Y tuve que
escribirlo, porque escribir y pensar son lo mismo, y porque para
poner a andar un nuevo relato de vida, es necesario reescribir el
anterior. En este caso, el relato educativo. Aprender algo nuevo es
romperse, sí, y escribir sobre el proceso, conocer y conocerse.
Si no me hubiera roto tantas veces sería alguien que odio.
ResponderEliminarBienvendidas las deconstrucciones y volver a ver las piezas, con ojos viejos y mirada nueva, para que que hacemos con tanto, o con tan poco. Bienvenidas las revueltas y las revoluciones personales, que una parte que no conocemos tanto de nosotras mismas tome el timón y marque nuevos rumbos.
¡Qué lindas palabras, hermosas! ¡Gracias! Bienvenido todo camino que nos permita explorar(nos) para desplegar todo lo que podemos ser, y si hay que romper, y si hay que pulsar la voz, allá vamos.
EliminarGracias por leer y comentar :) ¡Un abrazo!