Recibir 500 Australes como regalo de
cumpleaños era un montón de plata. A los cuatro años uno solo
piensa en jugar y ese billete significaba un pase libre a una fiesta
interminable. Tomá Marianita, guardalo bien y comprate lo que
quieras, me había dicho mi padrino, un morocho bonachón para mí,
un negro bolas tristes para mi tía.
Lo que quieras. Eso había dicho. Y
un niño puede querer con certeza dos cosas: golosinas y juguetes. El
mundo todo, en la etapa que la frente se encuentra a diario con el
canto de la mesa, se reduce a esas dos opciones. En mi caso, una
decisión sencilla: como era alérgica a los chocolates, única
golosina que me interesaba dejando de lado el chicle de los Pitufos
—500
Australes en chicles sería demasiado, lo sabía perfectamente con
cuatro años—,
opté por inclinarme a los juguetes.
Era, por primera vez, una niña
rica.
Mi papá amaba las palabras. Un
hombre alegre, persuasivo. Tenía el don de convencerte de cualquier
cosa, hasta de ir a bañarte durante tu programa favorito. Te lo
pedía con unas palabras tan lindas que terminabas por creer que
habías sido vos quien lo había elegido. Por eso mismo, cuando lo vi
llegar, mantuve apretado el billete entre los dedos.
—Pá, el tío Felipe me dio un
regalo.
—¡Qué lindo! ¿A ver, me
mostrás?
Me dejé llevar y extendí los
deditos. La barba de Nicolás Avellaneda en verde violáceo, húmeda
y arrugada, se descubría ante los ojos de mi padre.
—¿Y qué vas a hacer con toda
esta plata?
Jugar. Eso pensé. Pero dije otra
cosa. ¿Qué juguetes podría comprar con 500 Australes? Me invadió
la duda y supuse que me ayudaría.
—No sé.
—Yo sí sé —me dijo contento—
¿qué te parece si la guardamos para comprar un nebulizador?
Un nebulizador. ¿En qué momento
puede pensar un adulto que un niño podría avalar con alegría
semejante decisión? ¿Dónde iban a parar mis deseos de pequeños
ponis, de muñecas Pepona, de cajas y cajas de chicles de los
Pitufos, en el peor de los casos?
Pero ya era tarde. Su pregunta había
sido retórica, claro que yo no lo sabía en aquel momento, y dije
sí. El billete estaba en manos de mi papá, y el sueño con forma de
juguete, regalo de mi Rey Baltazar, volvería transformado en
nebulizador Silfab: una cajita marrón con una manguera haciendo
juego, mascarilla verde loro, y un bramido capaz de despertar a todo
el barrio agazapado en la tecla de encendido.
Apenas unos días después vino el
estreno. Un sábado a la tarde. Los chicos de la cuadra jugaban con
el resabio de hojas secas que dejaba junio, sentados en el pasto, al
rayo del sol. Los más grandes iban y venían en sus bicicletas por
el mejorado. Con un hilo de aire que entraba y salía de mis
pulmones, como pidiendo permiso, los miraba por la ventana. Entonces
mamá trajo el aparato. Lo armó con delicadeza, cotejando el
ensamblaje con la indicación del folleto. Lo encendió. Me puso la
mascarilla y el vapor invadió mi nariz como una llovizna amarga.
Cerré los ojos. Resonaban los gritos y las risas afuera. No sé si
pensaba en algo en aquel momento.
Papá escuchaba la radio y arreglaba
algo, lo habitual en su único día franco. Mamá cosía en la
Singer, rodeada de camisas a medio armar. Mi hermana corría al aire
libre con sus amigos. Mis pulmones se iban ablandando y el aire
entraba mejor, pero el corazón me golpeaba con fuerza. 500
Australes en aire. Las bicis
iban y venían. Adentro, el sol se iba apagando lleno de ruido.
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