viernes, 15 de mayo de 2020

Un poco de aire


Recibir 500 Australes como regalo de cumpleaños era un montón de plata. A los cuatro años uno solo piensa en jugar y ese billete significaba un pase libre a una fiesta interminable. Tomá Marianita, guardalo bien y comprate lo que quieras, me había dicho mi padrino, un morocho bonachón para mí, un negro bolas tristes para mi tía.
Lo que quieras. Eso había dicho. Y un niño puede querer con certeza dos cosas: golosinas y juguetes. El mundo todo, en la etapa que la frente se encuentra a diario con el canto de la mesa, se reduce a esas dos opciones. En mi caso, una decisión sencilla: como era alérgica a los chocolates, única golosina que me interesaba dejando de lado el chicle de los Pitufos 500 Australes en chicles sería demasiado, lo sabía perfectamente con cuatro años—, opté por inclinarme a los juguetes.
Era, por primera vez, una niña rica.
Mi papá amaba las palabras. Un hombre alegre, persuasivo. Tenía el don de convencerte de cualquier cosa, hasta de ir a bañarte durante tu programa favorito. Te lo pedía con unas palabras tan lindas que terminabas por creer que habías sido vos quien lo había elegido. Por eso mismo, cuando lo vi llegar, mantuve apretado el billete entre los dedos.
Pá, el tío Felipe me dio un regalo.
¡Qué lindo! ¿A ver, me mostrás?
Me dejé llevar y extendí los deditos. La barba de Nicolás Avellaneda en verde violáceo, húmeda y arrugada, se descubría ante los ojos de mi padre.
¿Y qué vas a hacer con toda esta plata?
Jugar. Eso pensé. Pero dije otra cosa. ¿Qué juguetes podría comprar con 500 Australes? Me invadió la duda y supuse que me ayudaría.
No sé.
Yo sí sé —me dijo contento— ¿qué te parece si la guardamos para comprar un nebulizador?
Un nebulizador. ¿En qué momento puede pensar un adulto que un niño podría avalar con alegría semejante decisión? ¿Dónde iban a parar mis deseos de pequeños ponis, de muñecas Pepona, de cajas y cajas de chicles de los Pitufos, en el peor de los casos?
Pero ya era tarde. Su pregunta había sido retórica, claro que yo no lo sabía en aquel momento, y dije sí. El billete estaba en manos de mi papá, y el sueño con forma de juguete, regalo de mi Rey Baltazar, volvería transformado en nebulizador Silfab: una cajita marrón con una manguera haciendo juego, mascarilla verde loro, y un bramido capaz de despertar a todo el barrio agazapado en la tecla de encendido.
Apenas unos días después vino el estreno. Un sábado a la tarde. Los chicos de la cuadra jugaban con el resabio de hojas secas que dejaba junio, sentados en el pasto, al rayo del sol. Los más grandes iban y venían en sus bicicletas por el mejorado. Con un hilo de aire que entraba y salía de mis pulmones, como pidiendo permiso, los miraba por la ventana. Entonces mamá trajo el aparato. Lo armó con delicadeza, cotejando el ensamblaje con la indicación del folleto. Lo encendió. Me puso la mascarilla y el vapor invadió mi nariz como una llovizna amarga. Cerré los ojos. Resonaban los gritos y las risas afuera. No sé si pensaba en algo en aquel momento.
Papá escuchaba la radio y arreglaba algo, lo habitual en su único día franco. Mamá cosía en la Singer, rodeada de camisas a medio armar. Mi hermana corría al aire libre con sus amigos. Mis pulmones se iban ablandando y el aire entraba mejor, pero el corazón me golpeaba con fuerza. 500 Australes en aire. Las bicis iban y venían. Adentro, el sol se iba apagando lleno de ruido.

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