Mis gustos cinematográficos, en general, atrasan bastante. Pero en este caso no importa, porque “El sol del membrillo” es una película atemporal que, curiosamente, habla sobre el tiempo. La trama es sencillísima: Antonio López, pintor español que ama los membrillos, se dispone a pintar la luz del sol que da sobre un membrillar a cierta hora de la mañana y que dura apenas unos minutos. El conflicto es obvio, y es el problema de toda nuestra existencia: el tiempo pasa tan rápido que es imposible capturar lo que deviene. Al pintor le llueve, le madura el membrillar, le cambia de forma, se le nubla el día, se pudre la fruta. Día tras día a la misma hora se aboca a su tarea, que se ve afectada por las pequeñas modificaciones que imprime el paso del tiempo. Pensarán que son pavadas, nimiedades que no tiene sentido contar, ¡pero ojo!, fíjense bien.
Estas nimiedades no son tan pequeñas si pensamos que, traducidas a nuestro caso, mientras corrés un bondi, se te quema la berenjena en el horno, le das charla a una señora en la cola del pagofácil, le sacás fotos a tu comida, o subís una historia en la red sobre tu niñe que empieza el jardín, se te escapa la tortuga. Perecés lentamente, y tu vida, aunque la “captures”, como Don Antonio, se diluye con vos. Somos el membrillo y el pintor. Dos en uno. Bueno, eso mismo está detrás de esta película que, captando unos membrillos, capta la vida misma, su evanescencia.
Y captar la vida lo más fielmente posible, en el cine, tiene sus vaivenes ásperos: la lentitud, la quietud, la aparente intrascendencia, que no todo espectador se banca. Pero si te gusta la poesía en el cine, si te gusta la pintura, si te gusta la luz del sol sobre las cosas, entonces, metele. Procurá tener un amigo cerca para compartir luego la resaca metafísica que te queda.
Tres pinceladas preciosas de este documental español:
1-En una escena, un amigo lo va a visitar mientras pinta, conversan sobre la juventud, que ya está lejos, y sobre los años de escuela de Bellas Artes. Todo lo que han compartido se fue. Sin embargo, el solo hecho de estar ante ese membrillar, conversando, renueva el ritual. El pasado se vuelve presente puro.
2-Una señora que admira su arte no puede entender cómo no le saca una foto y copia el efecto en su cuadro, como hacen todos los pintores, y se deja de jorobar con la dificultad de su empresa. López le responde algo hermoso: “Es que lo maravilloso está junto al árbol”. Y sí, Antonio sabe: la vida, la verdadera vida, es presencia, observar el devenir, estando. ¿Para qué tantas fotis de comida linda que nunca recordarás como especial? El secreto está en olerla, saborearla, disfrutarla, nutrirte de ella, compartirla. Lo demás es codificación virtual al cohete.
3-La película parece lineal, pero va ganando vuelo poético y metafórico a medida que avanza. Al final, en una escena que no voy a spoilear pero que es hermosa, el pintor sostiene una esfera facetada, que refleja la luz. Piensa en lo bonita que es la luz, sus destellos sobre las cosas, y se queda dormido. La esfera cae. Y Víctor Erice, el director, nos propone una pregunta: ¿Ante qué luces elegimos estar a lo largo de nuestra vida? ¿Cuál es la luz que elegimos para que nos muestre/revele las cosas? ¿La del sol o la de la pantalla? El planteo que se da a partir de las imágenes que siguen no tiene desperdicio, y la reflexión vale perfectamente para 1992 y para una vida de tecnología e inmediatez, hoy, en el 2020.
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